La fábrica viva.
Todavía puedo imaginar a esa fábrica viva. La recorro, subo sus escaleras, veo las maquinarias con su ruido quebradizo. Los obreros dando forma a mil figuras de plástico, de colores dispares, de tamaños distintos.
Recuerdo al capataz, a quien llaman “Don José”. El hombre con voz tenebrosa y fatigada dirigiendo a “su tropa”. Esa tropa fiel y contenta en medio del rodar de las máquinas y del acento de los motores.
Camino unos pasos más adentro y llego al depósito repleto de materia prima, lista para sufrir la más linda metamorfosis. Metamorfosis que le da vida a la nada.
Alguien saca de su mochila una cámara fotográfica de las antiguas. Todos posan al llamado del flash que absorbe las imágenes en blanco y negro.
Hoy esas fotos cuelgan de las paredes humedecidas por el abandono. Esas fotos llenas de vida de antes, de vida que no es.
Hay fotos de mujeres sonrientes de pelo largo, con la piel lisa y también de las otras , las de pelo cano y con surcos bien marcados.
Hay fotos de hombres serios, sin barba en su cara, pelo corto, sin bigote y también de pelo largo y lacio, con patilla ancha.
El tiempo corre enigmático al compás de los despidos. Ya no son cien trabajadores, ahora son ochenta, ahí nomás sólo sesenta y así hasta el final.
La fábrica se cierra .Enmudece. Calla.
Miro alrededor. Observo el desconcierto, huelo el resentimiento, toco las cachetadas de la desidia de su dueño.
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Sigo avanzando en mi recorrido. Ya no imagino. Ya no pienso. Ya no es ficción.
Ahí en mi camino choco con unos cuantos, esos cuantos que todavía están.
Son una veintena de personas que están escribiendo, pintando, tallando.
Esos cuantos son los mismos que hasta hace unos años vivieron de esta fábrica. Son los mismos que eligieron no perder su espacio, su lugar, su vida y están hoy enseñándoles a otros mismos a escribir, a pintar, a realizar figuras.
Me integro al grupo, les hablo, les pregunto. Me invitan a sentarme en una de esas sillas. Sillas que tiemblan al miedo impregnado en ellas. Charlamos. Cuentan la historia de cada uno de ellos, la de antes y la de ahora. Dicen que se los quiso desalojar pero que ellos siguieron firmes cada uno en su puesto. Puesto de combate, puesto de valientes. Compartimos unos mates amargos, más historias largas y cortas. Contamos chistes para endulzar la yerba apretada por el calor del agua.
Tomo varias fotos. Fotos en colores y con una cámara digital, de las modernas, de las de ahora.
Debo irme. Termina la charla. Se vacían tres termos, se escapa un río de palabras. Abandono mi asiento gastado, el mismo que emite un quejido de despedida.
Los felicito por estar luchando por su espacio. Los aliento a seguir.
M e voy de esa fábrica llamada FADEP, fábrica de plásticos.
Tomo un colectivo de la línea 71 y llego a la redacción con la nota escrita, fotografiada, vivida. Me están esperando mis colegas para diagramar una nueva revista. Revista que saldrá de la oscuridad en quince días. Entre todos elegimos el título de la nota: “Estas cosas pasan hoy en mi país y sé que muy pocos las conocen”.
Días después cayó desde mi maletín una de las fotos en blanco y negro que tomé aquella vez en la fábrica. Agarré la foto y pude ver su alegría de volver a vivir, igual que la fábrica donde nació.
Ahora la fábrica y el papel hecho foto transitarán juntos el camino de la vuelta y de la lucha.
La fábrica, la foto, el blanco y negro y mi nota periodística sintieron la pasión acumulada en medio de la esencia de cada uno. Pasión de años, de historia, de maquinarias abandonadas, de personas sin trabajo, de periodistas de verdad.
Hice ampliar la foto y la colgué en mi escritorio como testimonio de un momento, de un ahora, de un día de agosto de 2009.
Graciela Beatriz Amalfi-.