sábado, 24 de abril de 2010

23 de Abril...Día del Libro












23 DE ABRIL : DÍA DEL LIBRO.

No podía dejar pasar este día como uno más.
¡Hoy es el día del libro!
Ese libro que está cómodamente recostado en tu biblioteca, descansando durante meses sin que nadie se percate de su presencia.
Uno de esos libros que como un aliado incondicional te acompaña en tus viajes en subtes, en el colectivo, en un taxi.
Aquel otro que está apoyado en tu mesita de luz y en tus manos te ayuda a conciliar el sueño para luego descansar a tu lado hasta la noche siguiente.
Ese único y primero que le leíste a tu hijo cuando se disponía a dormir y veía en vos al primer actor de la historia.
Está el que se siente apretujado en tu cartera o maletín, pero
que siempre dice “presente” cuando querés recorrer sus páginas.
Están los de literatura clásica, los de autoayuda, los de cuentos infantiles, los de filosofía, los de…mil más.
Y ahora está este cuento maravilloso escrito por el genio de Julio Cortázar, en donde justamente un libro es el protagonista.

La continuidad de los parques.
de Julio Cortázar.

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer. Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.


lunes, 19 de abril de 2010

Cárcel y venganza.






Cárcel y venganza.

Carlos pasó treinta y cinco años en la cárcel acusado de una muerte. La muerte estampada por un compañero ocasional en un rapto planeado. Todas las pruebas cayeron sobre él, pero el verdadero culpable era su amigo.
La foto de Carlos comenzó a encabezar las hojas policiales de los diarios con un gesto arrugado y hosco. “Carlos Ramura acusado de asesinato del pibe de Vicente López”, eso se leía en los kioscos, en los bares, en las casas.
En la cárcel sintió la injusticia; la misma injusticia cometida contra ese chico de Vicente López. Carlos era propietario de su vida, la víctima no; a quien le arrebataron su vida por un motivo sin motivo.
Durante el primer año de “tumbero” no leyó ningún diario ni revista ni información involucrada en esa muerte . Su historia fue encerrada entre paredes frías y secas, llenas de rencor y de venganza.
Carlos era un tipo de los buenos. Todos en la cárcel pensaban esto hasta el mismo Julián ,quien era el carcelero más severo.
Ezequiel, su hermano mayor, le había conseguido un arma. Todos conocían su reacción, todos conocían su rabia, todos sabían que quería vengarse de su antiguo cómplice y Julián, el carcelero, sabía de la existencia de la calibre 38, sin embargo, hizo como si nunca la hubiese visto.
Al fin llegó ese siete de septiembre, el día final de su condena. Saludó a cada uno de sus compañeros y a todos los guardias. Cuando Julián le dio el abrazo de despedida le hizo un guiño diciéndole: “-Esta vez hacela bien, ya sos un tipo grande”.
Carlos no quiso entender el significado de las palabras, tomó su mochila y despacio, con la cabeza gacha, sin volverlo a mirar a los ojos, se marchó.
No miró para atrás ni una vez, recordaba la estatua de sal de la mujer de un personaje de la Biblia. Con cincuenta y cuatro años de edad entró nuevamente al mundo hecho un trapo para él.

Sin dudar fue al lugar donde estaban depositados sus recuerdos: calle Alberti 2135, en Vicente López; esos recuerdos vivían ahí desde hacía más de tres décadas.

Ese sitio era imborrable. La casa igual. Todo igual, excepto el árbol de la vereda; aquel árbol flaco de aquella vez, transformado en un monstruoso tronco que a su alrededor desplegaba figuras irregulares. La reja del mismo tinte que antaño. La mansión vecina no estaba, había sido reemplazada por un edificio de siete pisos lujosos. Se detuvo frente a la casa, se acomodó su mochila , extendió su mano para tocar el timbre pero se detuvo a mitad de camino. Sintió temor y una inseguridad que lo inmovilizó.
En ese momento los platos de la balanza de la indecisión se volcaron de un lado para el otro. La balanza se detuvo y presionó el timbre que se oyó sonar como mudo dentro de la casa. Sin ruido, como toda esa vivienda sin vida, repleta de ausencia, tristeza y muerte.
Se asomó un anciano canoso y arrugado.
-Sí señor, ¿qué desea?- retumba la voz del anciano detrás de la puerta entornada.
-Aquí vive la familia López Escovietto?- pregunta Carlos.
-Así es, responde.
-Yo vine por la venganza esperada desde hace más de treinta años_, dice Carlos.

El abuelo sorprendido estuvo a punto de caerse pero logró mantenerse en pie. Se acercó a la reja; miró al extraño de arriba abajo. A través de los barrotes había un hombre de aspecto pulcro, cabello castaño, camisa a cuadros, pantalón de jean y zapatillas negras. Le llamó la atención la mochila.
La mochila se abrió desprendiendo un sudor de venganza. El hombre parado en la vereda le entregó al dueño de casa una pistola calibre 38, diciéndole:
"Tome venganza por favor" y
empezó a contarle que él y un canalla habían raptado a su hijo hacía muchos años atrás y que él estuvo todo el tiempo en la cárcel pensando ese momento.
-¡Máteme, máteme, sólo así podré vivir de verdad!
El viejo tomó el arma, la colocó en la sien izquierda del adversario y apuntó con seguridad y disparó dos veces. Dos tiros estallaron dirigidos al aire.
Ante el estrepitoso ruido un vecino llamó a la policía, otro corrió hacia la casa de Francisco, del anciano. Todo el vecindario oyó los tiros.
Con palabras casi sin sonido el viejo le dijo que la venganza había sido consumada ;le confesó haber matado al verdadero asesino, un día de diciembre, hacía treinta y tres años, y había dejado que él pasara todo ese tiempo en la cárcel.
La venganza de su hijo había culminado.
Carlos corrió.
Y se fue hacia un rumbo indefinido.
Cuando llegó la policía el arma estaba tirada en la vereda y en la cara del anciano se dibujó un gesto de satisfacción.
La venganza se sintió hermanada con la libertad, con la culpa y hasta con la cárcel.





GRACIELA AMALFI- ABRIL 2010

domingo, 11 de abril de 2010

Mi hermano mayor





Hoy a la tarde en la Academia del Lunfardo nos juntamos todos los que hacemos Creadores Argentinos. Este grupo cuenta con la Dirección del escritor Teodisio Luis Paz y la Subdirectora Patricia Quintero.


Tuve el placer de encontrarme con escritores que ya han publicado cuentos y/o poesías y de conocer a otros.


Como siempre el lugar se llena de la magia que rebalsa en letras, en libros llenos de afectos y en caricias al alma.


Comparto con ustedes un cuento publicado en la Antología de narrativa denominada "Cinco sentidos". Espero que la lectura del mismo les resulte placentera y un GRACIAS enorme por andar dando vueltas por el blog boticario.




Mi hermano mayor.


Me fui caminado despacio, silbando y con las manos en los bolsillos del pantalón, como me gustaba.
El se quedó ahí sentado en el banco de la plaza que un rato antes yo había elegido. Ni me miró cuando me iba.
Mi recorrido comenzó por la calle Juramento, entré en la heladería de la esquina. Pedí un enorme helado de chocolate. Me senté tranquilo. Lo saboreé todo con muchas ganas. Me sentía feliz. Libre. Solo.
Salí del lugar silbando una de mis canciones preferidas. Caminé por la avenida Cabildo. Entré en un ciber, me puse a jugar.

Mi hermano era diez años mayor que yo. Tenía una discapacidad mental incurable, según oí desde chico. No había terapia, ni rehabilitación para su mal. Su mal que mis padres lo derivaron en mí. Yo era el “normal”, debía cuidarlo, sacarlo a pasear, protegerlo.
Mi cruz se me hacía muy pesada. Es que mis padres no entendían que yo sólo tenía catorce años, que tenía derecho a las salidas con mis amigos, con alguna chica. No, no lo entendían.
Se estaba haciendo de noche. Mis bolsillos ya no tenían monedas ni el billete que me había dado la abuela Irene. Debía regresar a casa, pero no podría hacerlo sin él.
Decidí no volver. Empecé a pedir monedas a la gente que transitaba por el lugar. Algunos me daban, otros me miraban con desprecio.
Me acerqué a un hombre que estaba sentado en la vereda justo enfrente del complejo de cines. Le pregunté si podía pasar la noche ahí. Me contestó que sí. El hombre tiró unos diarios y una manta blanca sobre el piso y me dijo que durmiera arriba de ellos.
Cerré mis ojos como nunca para entrar rápido en mi sueño. No quería despertar.
Apenas podía imaginar lo que habría pasado con él. Lo que estarían pensando mis padres. Sólo me preocupaba la abuela .Ella era la única que reparaba en mí.
Esa noche soñé mucho y largo.
Esa noche en la calle no estuvo nada mal.
Esa noche marcó mi vida.
Esa noche, por primera vez, supe lo que significaba la culpa.
Graciela Amalfi.

domingo, 4 de abril de 2010

Los lelustros perdidos











Los lelustros perdidos.

El muchacho deambulaba por la ciudad buscando un lelustro donde encontrar paz. Todos los lelustros estaban abarrotados de gente. Gente que ni siquiera sabía que hacía en esos lugares.
Los lelustros se habían engendrado como lugares pacíficos, donde meditar, leer, pensar, volar. La moda los había hecho populares a tal punto que los lelustros habían perdido su esencia.
En sus primeras visitas Manuel había podido leer, escribir, pensar. Ahora con toda esa gente que no entendía nada de lelustros todo se había perdido.
Muchas veces pensó en gritarles a todos que dejaran de ir a los lelustros. Decirles que los lelustros no eran para los seguidores de modas, para los materialistas y los superfluos.
Quería gritarles que los lelustros eran para los artistas del alma, los artistas de la vida, los artistas de si mismos.
Pasaron los años y Manuel con casi medio siglo de vida vio como los lelustros empezaron a desaparecer de su ciudad.
Al principio sintió nostalgia, dolor.
Apagó el velador. Pensó que tal vez los lelustros estarían felices de no existir para lo que no fueron creados.


Graciela Amalfi.

Apegos feroces, de Vivian Gornick