AMIGOS ACÁ VA OTRO PEDAZO DE LA HISTORIA DE NUESTRA "KUMIKO"...recuerden que está viviendo en Buenos Aires en la casa de René y su familia...que hace unos meses viajó desde su país a la Argentina...que está conociendo un mundo distinto al que había conocido en sus diecinueve años...........que les guste :-).
Esta foto la tomé en la ciudad de Rosario, Santa Fé, Argentina...
Kumiko…conviviendo. Parte R
Ángela, la hermana mayor de René, era muy reservada. Me costaba mantener un diálogo fluido con ella. El piano y la mujer parecían una sola cosa. Su música era admirable. Tomaba clases dos veces por semana. Era una costumbre familiar invitar a sus amigos para escuchar al instrumento en su canto. Todo parecía una ceremonia sagrada. No me disgustaba pero tanta formalidad acomodada en ese mundo de barrio norte llegó a aburrirme.
Isabel la madre de la familia además de ser una pintora destacada lucía sus obras y colores tanto como sus vestidos de dama de familia de doble apellido.
Alberto, igual que su hijo René, no estaba mucho tiempo en la casa. El trabajo en el hospital y las visitas a la casa de sus pacientes le ocupaban sus días y algunas noches también.
Un ama de llaves, una mucama, una cocinera, un chofer y un jardinero conformaban el personal de la mansión.
Muchos habitaban la casa, exactamente diez personas y desde ese momento yo hacía el número impar, no sólo por el once sino por mi diferencia con ellos. Eran distintos a mí, sólo María me acercaba a mi mundo.
Los días iban pasando entre lecturas, salidas, charlas y convivencia. Cada vez me acercaba más a mi país y me alejaba más de Argentina. Extrañaba a mis padres, al abuelo ya muerto y a mi árbol que iría creciendo con el tiempo.
La familia de René vivía en un mundo distinto al mío. Acá nadie “pensaba” como era mi costumbre y como me habían enseñado desde chica. Ninguno de los Rivarolla Funes parecía detenerse a mirar la vida, a respirarla. La única excepción era María. Ella y sus versos, ella y sus poetas.
Me asfixiaba la majestuosidad de esa casa, mucho aire dispuesto en un rincón, ausencia de un mundo entero. El jardín y sus arbustos ficticios y su fuente acurrucada esperando ser testigo de una historia de amor. Tonta fuente de los deseos en busca de simples monedas y añoranzas de pasiones insulsas.
Después de estar tres meses en ese lugar, el que al principio se abrió como un abanico mágico, me sentía con mi ilusión pisoteada y descascarando sonrisas de una pared imaginada.
Ya no dudaba que ése no era mi lugar.
En mi cuarto me enfrenté con mi cara en el espejo colgado arriba de la cómoda y pude ver mis ojos tristes reclamando volver a mi país o irme a vivir con Marcelo, el muchacho que había conocido en La Paz o tal vez, con Raúl y su bigote agitado leyendo en voz alta.
Era tarde, no podía salir a esa hora. Estuve despierta toda la imprudente noche.
Pensaba hablar con René antes de que saliera para el hospital, pero decidí que sería mejor hacerlo a su vuelta.
Mis dudas, mis pensamientos y mis temores armaron una ronda para darle el mejor final a esa historia.
Desayunamos las cuatro mujeres como todas las mañanas. Como ninguna de las mañanas anteriores tomé mi bolso azul y fui hacia la calle Corrientes. Me dirigía literalmente a La Paz, me dirigía a la búsqueda de Marcelo.
Caminé lento y rápido, quería llegar y al mismo tiempo no encontrar mi meta.
La esquina apareció de pronto y entré. Recorrí con la mirada cada una de las mesas, todas las caras estaban metidas en un libro o en un periódico.
“El extranjero” de Camus chocó a mi mirada, debajo de esas hojas blancas con letras chicas estaban los ojos de Marcelo.
Me senté en la única silla libre que había en la confitería. Extraña coincidencia el asiento estaba pegado a la mesa de mi porteño amigo.
Hablamos mucho y de todo. Sus preguntas fueron caminando todos mis años y se detuvieron en los últimos tres meses.
Pasaron un café, dos, tres, y el mediodía, y una pizza y una tarde. Y esa noche apurada que llegó sin avisarnos y nos encontró despidiéndonos con un beso apasionado en la puerta de la casa de René.
El beso de Marcelo corrió hasta el balcón del dormitorio de mi anfitrión. No fue necesario hablar ni explicar nada. Todo había sido puesto en escena delante de sus ojos.
Esa noche los dos, René y yo, supimos que mi estadía en la casa no duraría mucho más. Los dos supimos que nada se había destruido. Los dos supimos que su falta de valentía para enfrentar al mundo había sido la culpable de esa separación que se avecinaba.
Dormir durante esa noche me fue imposible al principio, pero mi cansancio venció a mi insomnio y llegó el sueño.
Mañana sería otro día y la vida me diría como transitarlo.
Graciela Amalfi-febrero 2011.
Ángela, la hermana mayor de René, era muy reservada. Me costaba mantener un diálogo fluido con ella. El piano y la mujer parecían una sola cosa. Su música era admirable. Tomaba clases dos veces por semana. Era una costumbre familiar invitar a sus amigos para escuchar al instrumento en su canto. Todo parecía una ceremonia sagrada. No me disgustaba pero tanta formalidad acomodada en ese mundo de barrio norte llegó a aburrirme.
Isabel la madre de la familia además de ser una pintora destacada lucía sus obras y colores tanto como sus vestidos de dama de familia de doble apellido.
Alberto, igual que su hijo René, no estaba mucho tiempo en la casa. El trabajo en el hospital y las visitas a la casa de sus pacientes le ocupaban sus días y algunas noches también.
Un ama de llaves, una mucama, una cocinera, un chofer y un jardinero conformaban el personal de la mansión.
Muchos habitaban la casa, exactamente diez personas y desde ese momento yo hacía el número impar, no sólo por el once sino por mi diferencia con ellos. Eran distintos a mí, sólo María me acercaba a mi mundo.
Los días iban pasando entre lecturas, salidas, charlas y convivencia. Cada vez me acercaba más a mi país y me alejaba más de Argentina. Extrañaba a mis padres, al abuelo ya muerto y a mi árbol que iría creciendo con el tiempo.
La familia de René vivía en un mundo distinto al mío. Acá nadie “pensaba” como era mi costumbre y como me habían enseñado desde chica. Ninguno de los Rivarolla Funes parecía detenerse a mirar la vida, a respirarla. La única excepción era María. Ella y sus versos, ella y sus poetas.
Me asfixiaba la majestuosidad de esa casa, mucho aire dispuesto en un rincón, ausencia de un mundo entero. El jardín y sus arbustos ficticios y su fuente acurrucada esperando ser testigo de una historia de amor. Tonta fuente de los deseos en busca de simples monedas y añoranzas de pasiones insulsas.
Después de estar tres meses en ese lugar, el que al principio se abrió como un abanico mágico, me sentía con mi ilusión pisoteada y descascarando sonrisas de una pared imaginada.
Ya no dudaba que ése no era mi lugar.
En mi cuarto me enfrenté con mi cara en el espejo colgado arriba de la cómoda y pude ver mis ojos tristes reclamando volver a mi país o irme a vivir con Marcelo, el muchacho que había conocido en La Paz o tal vez, con Raúl y su bigote agitado leyendo en voz alta.
Era tarde, no podía salir a esa hora. Estuve despierta toda la imprudente noche.
Pensaba hablar con René antes de que saliera para el hospital, pero decidí que sería mejor hacerlo a su vuelta.
Mis dudas, mis pensamientos y mis temores armaron una ronda para darle el mejor final a esa historia.
Desayunamos las cuatro mujeres como todas las mañanas. Como ninguna de las mañanas anteriores tomé mi bolso azul y fui hacia la calle Corrientes. Me dirigía literalmente a La Paz, me dirigía a la búsqueda de Marcelo.
Caminé lento y rápido, quería llegar y al mismo tiempo no encontrar mi meta.
La esquina apareció de pronto y entré. Recorrí con la mirada cada una de las mesas, todas las caras estaban metidas en un libro o en un periódico.
“El extranjero” de Camus chocó a mi mirada, debajo de esas hojas blancas con letras chicas estaban los ojos de Marcelo.
Me senté en la única silla libre que había en la confitería. Extraña coincidencia el asiento estaba pegado a la mesa de mi porteño amigo.
Hablamos mucho y de todo. Sus preguntas fueron caminando todos mis años y se detuvieron en los últimos tres meses.
Pasaron un café, dos, tres, y el mediodía, y una pizza y una tarde. Y esa noche apurada que llegó sin avisarnos y nos encontró despidiéndonos con un beso apasionado en la puerta de la casa de René.
El beso de Marcelo corrió hasta el balcón del dormitorio de mi anfitrión. No fue necesario hablar ni explicar nada. Todo había sido puesto en escena delante de sus ojos.
Esa noche los dos, René y yo, supimos que mi estadía en la casa no duraría mucho más. Los dos supimos que nada se había destruido. Los dos supimos que su falta de valentía para enfrentar al mundo había sido la culpable de esa separación que se avecinaba.
Dormir durante esa noche me fue imposible al principio, pero mi cansancio venció a mi insomnio y llegó el sueño.
Mañana sería otro día y la vida me diría como transitarlo.
Graciela Amalfi-febrero 2011.