sábado, 25 de septiembre de 2010

Kumiko, la niña...



Kumiko, la niña…
Parte b.

Cuando abrí los ojos ese día de abril, inundado de sol y de flores y de paz, mis padres terminaban de elegir mi nombre entre una larga lista que les llevó más de cuatro meses armar. Me contaron años después que al ver tanta belleza y por ser niña el nombre más adecuado para mí era: Kumiko.
Este nombre definiría mi vida y mis caminos, mis horas y mis cielos. Llevarlo encima sería al revés de una cruz, una bendición que muchas niñas hubieran querido para sí.

- Kumiko, qué bonita es, decían los parientes.
- Kumiko, qué nena tan dulce, esbozaban las voces de los vecinos.
- Si, es hermosa, muy hermosa, repetía una y otra vez el abuelo.

Siempre descollé por mi alegría, mi modo de andar para un lado y otro, mi danza escurridiza.

La naturaleza me atraía. Con ella pensaba, siempre pensaba.


A mi abuelo le gustaba mi compañía, tanto como a mí la suya. Vivíamos en su casa, mis padres y yo. Aferrada a su mano aprendí a caminar por ese césped interminable con árboles asentados en él como monumentos históricos. Entre toda esa “selva” esmaltada de verdes, amarillos y marrones había un pedazo de tierra esperando.
Esperando…


Y Kumiko piensa, siempre piensa-Comentaba el abuelo a los pájaros que daban vueltas por ahí.


Cuando cumplí seis años me dieron a elegir entre una docena de semillas la que más me gustara. Había algunas redondas y opacas, otras rectangulares y brillantes, yo elegí la diferente a las otras once, la semilla negra y más chiquita.
-Muy bien, me dijo el abuelo, ahora manos a la obra.
La aprisioné en el pedazo de tierra que gritaba su paciencia de soledad al viento del sudeste. Me arrodillé, como implorando una plegaria y con mis manos y mis pies pequeños y movedizos la introduje en su nuevo mundo.

En la casa todos me estaban esperando para empezar la fiesta. Para mí la fiesta ya había comenzado. Tomé la regadera rosa con agua y endulcé el suelo con esmero y ansiosa por ver que asomara mi planta recién concebida.

Y piensa, Kumiko, siempre piensa –Repetía el abuelo a los pájaros volando.

Entré en el comedor y la fiesta estalló en aplausos, y sonrisas y regalos…


Graciela Amalfi. Septiembre 2010.

lunes, 20 de septiembre de 2010

Kumiko.






Kumiko.



Kumiko está sentada en su sillón de paja debajo del árbol más añoso de su casa.

Piensa.

Sus pensamientos recorren imágenes de un pasado hecho niño.
-Abuelo, ¿Tiro la semilla en este lugar?-grita la voz de la pequeña Kumiko.
Mirando hacia ese sitio el anciano le responde: _Sí hijita, ahí está perfecto.
La pequeña aprieta la tierra con sus manos y sus pies. La semilla se va internando lentamente hacia la profundidad de un mundo oscuro.
Hoy, después de setenta años, Kumiko, la misma Kumiko que eligió esa semilla entre más de una docena, está debajo de su sombra enarbolada al viento.
Y sigue acariciando su sombrero y sigue sobre ese sillón que la acurruca.

Piensa.

Su sillón de paja arrugada la transporta a su vida de niña. A las carreras, a las escondidas, a los juegos con sus primos. A…su abuelo.
Kumiko ve sus años proyectados delante de ese sol que brilla y daña sus ojos a pesar de sus gafas oscuras.
Y todo pasa así de repente. Ese árbol ahora la aprieta con su sombra desdibujada y dañina. Las ramas simulan acariciarla pero rasguñan su piel como espinas puntiagudas y vengativas. Siente que un sacudir de hojas le taladra el cuerpo. Mira a ese gigante con recelo, desprotegida.

Piensa.

Deberá enfrentarlo. La lucha será impar. Una anciana y un árbol. Será un dios externo quien arbitre esta batalla. Batalla de tiempos y de ausencias, de alegrías y sinsabores, de nostalgias y pasiones.
Kumiko cierra los ojos, su cuerpo se empieza a deslizar por el sillón arrugado y cae.
La sombra libera una carcajada de alegría acompasada por un viento del sudeste y aprisiona a la anciana. La asfixia.

No piensa.

El aliento de Kumiko decidió irse a otro lugar. Huyó.

Ahora se puede ver en el final del jardín a una anciana tirada en el pasto, debajo de la sombra de un árbol añoso y sin vida.


Graciela Amalfi-19 septiembre 2010.
P/D: Para los ansiosos les adelanto que en la próxima entrega Kumiko nos hablará en primera persona, ésto no termina acá. Por eso ahora viene bien el "continuará..."

jueves, 16 de septiembre de 2010

Hoja blanca.




Hoja blanca.


La hoja blanca, abandonada, buscando letras escondidas. Escondidas y fugadas. Fugadas en el mundo de un escritor sin talento. Un escritor que quiere correr una historia de su alguien. Su alguien es quien lo sacude, lo asombra, lo avasalla. El sacudir de un verano sin nombre, sin color, sin brillo, sin pasión. Verano de pasiones abandonadas en un rincón de la arena, y ese mar testificando que un amor no fue, que no supo ser. Que no quiso.
El papel ahora se arruga, se quiebra, se vuelve a erguir para enarbolar otra historia. Una historia real. Una historia sin mar, ni arenas, sin pasiones y con color. Color que armaron un día cualquiera en un lugar desconocido, donde había una luz escasa, donde la pasión se escapó, donde entró el amor y se metió en el medio de los dos, quedó petrificado y no volvió a moverse.
Y la hoja blanca ya no necesitó ni lapicera, ni mar, ni arena, ni pasión. Ahí en ese rincón los dos, el escritor y su alguien quedaron agazapados al amor recién dibujado.


Graciela Amalfi- septiembre 2010.

jueves, 9 de septiembre de 2010

CORTOS..........


Hoy iniciaremos un recorrido por una nueva sección llamada "Cortos". Mis lectores serán los que apuntarán el pulgar para arriba o para abajo por medio de sus comentarios...
LAS LETRAS SE VAN DESPEREZANDO UNA A UNA, LA LAPICERA SE AFERRA A MI MANO Y ELIGE EL PAPEL MÁS BLANCO PARA EMPEZAR A DIBUJARTE PALABRAS. PALABRAS ÚNICAS, ESAS QUE MARCAN SURCOS PROFUNDOS CON UN SOLO TRAZO. TRAZO DE RUEDAS INCRUSTADAS EN EL POLVO MOJADO POR UNA LLUVIA AGRIETADA Y FEBRIL, PERO SUAVE.
EL PAPEL, LA LLUVIA, MIS MANOS Y LA LAPICERA HICIERON UNA TRAMA DE AMOR Y PASIÓN EN MEDIO DE LA NADA.

Graciela Amalfi, un día de Septiembre de 2010.

domingo, 5 de septiembre de 2010

Diario y noticias.




Diario y noticias.


Leí la historia en el diario, sentada ahí en la silla que acompaña a mi escritorio. Una historia repetida. Historia de un pibe cualquiera, un revólver, una dosis de más, una muerte.
Y ahora la carrera de siempre. El escape conocido por el policía, el vecino y el barrendero de la esquina.
Escape de sedes desordenadas que nada saben de placeres, de gustos o de consuelos.
Corre por el pasillo número tres de la villa. El viento lo persigue con ráfagas anudadas y son sus ganas sigilosas las que abrazan sus regresos.
La cámara colocada en el lugar de siempre atraviesa sus piernas revueltas que se alargan y se achican, se aprietan y sudan por el placer de la huída. Llega a su techo de chapa y pared de lona, apoya sus zapatillas sucias en el piso suelto que contiene a su perro, a su silla y a la mesa heredada del abuelo.
Se sienta, descansa su cuerpo, sus ojos ríen de satisfacción. Estira las manos hacia el diario tirado en el suelo.
Ese mismo diario que tuve atravesando mi piel hace dos días. Ese que contaba su historia.

GRACIELA AMALFI- 04-09-2010.

Apegos feroces, de Vivian Gornick