Kumiko, la niña…
Parte b.
Cuando abrí los ojos ese día de abril, inundado de sol y de flores y de paz, mis padres terminaban de elegir mi nombre entre una larga lista que les llevó más de cuatro meses armar. Me contaron años después que al ver tanta belleza y por ser niña el nombre más adecuado para mí era: Kumiko.
Este nombre definiría mi vida y mis caminos, mis horas y mis cielos. Llevarlo encima sería al revés de una cruz, una bendición que muchas niñas hubieran querido para sí.
- Kumiko, qué bonita es, decían los parientes.
- Kumiko, qué nena tan dulce, esbozaban las voces de los vecinos.
- Si, es hermosa, muy hermosa, repetía una y otra vez el abuelo.
Siempre descollé por mi alegría, mi modo de andar para un lado y otro, mi danza escurridiza.
La naturaleza me atraía. Con ella pensaba, siempre pensaba.
A mi abuelo le gustaba mi compañía, tanto como a mí la suya. Vivíamos en su casa, mis padres y yo. Aferrada a su mano aprendí a caminar por ese césped interminable con árboles asentados en él como monumentos históricos. Entre toda esa “selva” esmaltada de verdes, amarillos y marrones había un pedazo de tierra esperando.
Esperando…
Y Kumiko piensa, siempre piensa-Comentaba el abuelo a los pájaros que daban vueltas por ahí.
Cuando cumplí seis años me dieron a elegir entre una docena de semillas la que más me gustara. Había algunas redondas y opacas, otras rectangulares y brillantes, yo elegí la diferente a las otras once, la semilla negra y más chiquita.
-Muy bien, me dijo el abuelo, ahora manos a la obra.
La aprisioné en el pedazo de tierra que gritaba su paciencia de soledad al viento del sudeste. Me arrodillé, como implorando una plegaria y con mis manos y mis pies pequeños y movedizos la introduje en su nuevo mundo.
En la casa todos me estaban esperando para empezar la fiesta. Para mí la fiesta ya había comenzado. Tomé la regadera rosa con agua y endulcé el suelo con esmero y ansiosa por ver que asomara mi planta recién concebida.
Y piensa, Kumiko, siempre piensa –Repetía el abuelo a los pájaros volando.
Entré en el comedor y la fiesta estalló en aplausos, y sonrisas y regalos…
Graciela Amalfi. Septiembre 2010.
Parte b.
Cuando abrí los ojos ese día de abril, inundado de sol y de flores y de paz, mis padres terminaban de elegir mi nombre entre una larga lista que les llevó más de cuatro meses armar. Me contaron años después que al ver tanta belleza y por ser niña el nombre más adecuado para mí era: Kumiko.
Este nombre definiría mi vida y mis caminos, mis horas y mis cielos. Llevarlo encima sería al revés de una cruz, una bendición que muchas niñas hubieran querido para sí.
- Kumiko, qué bonita es, decían los parientes.
- Kumiko, qué nena tan dulce, esbozaban las voces de los vecinos.
- Si, es hermosa, muy hermosa, repetía una y otra vez el abuelo.
Siempre descollé por mi alegría, mi modo de andar para un lado y otro, mi danza escurridiza.
La naturaleza me atraía. Con ella pensaba, siempre pensaba.
A mi abuelo le gustaba mi compañía, tanto como a mí la suya. Vivíamos en su casa, mis padres y yo. Aferrada a su mano aprendí a caminar por ese césped interminable con árboles asentados en él como monumentos históricos. Entre toda esa “selva” esmaltada de verdes, amarillos y marrones había un pedazo de tierra esperando.
Esperando…
Y Kumiko piensa, siempre piensa-Comentaba el abuelo a los pájaros que daban vueltas por ahí.
Cuando cumplí seis años me dieron a elegir entre una docena de semillas la que más me gustara. Había algunas redondas y opacas, otras rectangulares y brillantes, yo elegí la diferente a las otras once, la semilla negra y más chiquita.
-Muy bien, me dijo el abuelo, ahora manos a la obra.
La aprisioné en el pedazo de tierra que gritaba su paciencia de soledad al viento del sudeste. Me arrodillé, como implorando una plegaria y con mis manos y mis pies pequeños y movedizos la introduje en su nuevo mundo.
En la casa todos me estaban esperando para empezar la fiesta. Para mí la fiesta ya había comenzado. Tomé la regadera rosa con agua y endulcé el suelo con esmero y ansiosa por ver que asomara mi planta recién concebida.
Y piensa, Kumiko, siempre piensa –Repetía el abuelo a los pájaros volando.
Entré en el comedor y la fiesta estalló en aplausos, y sonrisas y regalos…
Graciela Amalfi. Septiembre 2010.