La figura de mi patio.
Me miraba desde la ventana de mi escritorio que daba al patio de casa. No dejaba de mirarme a modo de controlador o de espía o de quien quería manejar mi vida.
Al principio sentí cierta antipatía por él, luego, a medida que pasaba el tiempo me acostumbré. Sus ojos verdes de vidrio, su piel blanca y su textura toda tan delgada lograron impresionarme las primeras veces. Al principio.
Estaba siempre ahí en el mismo lugar, parado o sentado, según su antojo. Lo veía cómodo y seguro. De ese corpúsculo casi imperceptible no salía ningún ruido, ni silbido, ni algo.
Después de tanto tiempo de hacerme el que lo ignoraba creo que el otro día se dio cuenta que yo lo había descubierto ahí parado o sentado.
Me pareció que se sintió incómodo cuando notó que su presencia era perceptible para mí.
Los ojos de vidrio pasaron a opacarse, la piel se puso algo pálida y su textura siguió igual de blanca.
Nuestras miradas se esquivaban, hasta que de repente chocaron como un montón de ojos. Me sentí atraído por esa presencia y a él parece que le pasó lo mismo.
Anoche le sonreí a modo de aprobación y su cara tomó un color a manzana encerada.
Le hablé, lo invité a pasar. Me hizo un signo de negación con su cabeza llena de pelos blancos enredados.
Abrí la ventana a pesar del frío y él se alejó. Me sentí molesto.
- Desde hace meses que está mirándome y ahora siente miedo, qué raro que es- pensé.
Ignorando su vergüenza, su timidez o lo que sea agarré uno de mis cuentos impresos y se lo leí. Era mi preferido: “La salida semanal”. Terminé, y al levantar la vista para ver su cara, noté que por sus pómulos empezaban a caminar, como en fila india, una lágrima tras otra.
Me sentí raro. No supe qué hacer. Le estiré mi mano para que entrara a mi escritorio.
Se negó otra vez.
-Qué tipo extraño, me repetí.
Empecé a leerle más cuentos míos, de ésos que me salen así de repente y sin pensarlos demasiado.
Veía en él gestos de aprobación, y otros de dudas. Pensé en hartarlo con tanta lectura. No quedaba otra, o entraba o se iba.
Al ver que la situación no variaba, yo adentro y él afuera, tomé un poncho bien abrigado, ése que uso en las insomnes noches de invierno, y salí al patio por la ventana para no perderlo de vista.
Me acerqué a él y cuando quise tocarlo noté que mi mano paseaba por su cuerpo, entraba y salía, daba vueltas y volvía a meterse entre sus articulaciones, en sus huesos, en el vidrio opacado.
Me aferré fuerte a mi poncho como un chico que tiene miedo a caerse, entré a mi escritorio algo desconcertado.El estaba siempre ahí, y cuando quería me prestaba atención, y cuando se le antojaba se sentaba cómodo en la silla del patio y ni me registraba. Desde ese momento no puedo dejar de mirarlo cada vez que decido poner un acento, una coma o un desenlace final a mis cuentos…
Me miraba desde la ventana de mi escritorio que daba al patio de casa. No dejaba de mirarme a modo de controlador o de espía o de quien quería manejar mi vida.
Al principio sentí cierta antipatía por él, luego, a medida que pasaba el tiempo me acostumbré. Sus ojos verdes de vidrio, su piel blanca y su textura toda tan delgada lograron impresionarme las primeras veces. Al principio.
Estaba siempre ahí en el mismo lugar, parado o sentado, según su antojo. Lo veía cómodo y seguro. De ese corpúsculo casi imperceptible no salía ningún ruido, ni silbido, ni algo.
Después de tanto tiempo de hacerme el que lo ignoraba creo que el otro día se dio cuenta que yo lo había descubierto ahí parado o sentado.
Me pareció que se sintió incómodo cuando notó que su presencia era perceptible para mí.
Los ojos de vidrio pasaron a opacarse, la piel se puso algo pálida y su textura siguió igual de blanca.
Nuestras miradas se esquivaban, hasta que de repente chocaron como un montón de ojos. Me sentí atraído por esa presencia y a él parece que le pasó lo mismo.
Anoche le sonreí a modo de aprobación y su cara tomó un color a manzana encerada.
Le hablé, lo invité a pasar. Me hizo un signo de negación con su cabeza llena de pelos blancos enredados.
Abrí la ventana a pesar del frío y él se alejó. Me sentí molesto.
- Desde hace meses que está mirándome y ahora siente miedo, qué raro que es- pensé.
Ignorando su vergüenza, su timidez o lo que sea agarré uno de mis cuentos impresos y se lo leí. Era mi preferido: “La salida semanal”. Terminé, y al levantar la vista para ver su cara, noté que por sus pómulos empezaban a caminar, como en fila india, una lágrima tras otra.
Me sentí raro. No supe qué hacer. Le estiré mi mano para que entrara a mi escritorio.
Se negó otra vez.
-Qué tipo extraño, me repetí.
Empecé a leerle más cuentos míos, de ésos que me salen así de repente y sin pensarlos demasiado.
Veía en él gestos de aprobación, y otros de dudas. Pensé en hartarlo con tanta lectura. No quedaba otra, o entraba o se iba.
Al ver que la situación no variaba, yo adentro y él afuera, tomé un poncho bien abrigado, ése que uso en las insomnes noches de invierno, y salí al patio por la ventana para no perderlo de vista.
Me acerqué a él y cuando quise tocarlo noté que mi mano paseaba por su cuerpo, entraba y salía, daba vueltas y volvía a meterse entre sus articulaciones, en sus huesos, en el vidrio opacado.
Me aferré fuerte a mi poncho como un chico que tiene miedo a caerse, entré a mi escritorio algo desconcertado.El estaba siempre ahí, y cuando quería me prestaba atención, y cuando se le antojaba se sentaba cómodo en la silla del patio y ni me registraba. Desde ese momento no puedo dejar de mirarlo cada vez que decido poner un acento, una coma o un desenlace final a mis cuentos…
GRACIELA AMALFI-15 DE JULIO DE 2010.
Sencillamente Genial!!!
ResponderBorrarMe gusto muchisimo!
Ana
una especie de fantasma que nos vigila...me encanto Gra!! gracias por compartirlo,amiga. beso grande!
ResponderBorrar