lunes, 27 de diciembre de 2010

Tierra...del grupo de los Cortos boticarios.


"TIERRA"...DE LOS CORTOS BOTICARIOS.

Tierra.
de Graciela Boticaria Amalfi.


La calle vacía. Vacía y muerta como todas las mañanas. Mañanas de un ahora sin título. Título de un día perdido. Perdido en una semana cualquiera.
La calle corriendo a un tiempo inocente y despreocupado.
Mañana de gente caminando en medio de un asfalto asfixiado.
Un piso latiendo en un mundo viejo y arrugado.
Los chicos y los hombres soñando una misma mentira. Mentira armada por unos cráneos vacíos de sensibilidad.
Lágrimas que huyen de una esperanza que nunca llega. Una esperanza de paz con tanques de guerra. Gente amontonada y chocando contra un muro caído y en ruinas.
…………………………………………………………………………………………….
Un viejo desarma la calle, toma la mañana en sus manos y se va a dar una vuelta con un planisferio dibujado en el pizarrón del colegio de campo.

Dicen que así desapareció un planeta al que llamaban Tierra.

Graciela Amalfi. 26-12-2010.

lunes, 20 de diciembre de 2010

El que no llora no mama...






Desde el blog boticario les deseo a cada uno de mis lectores la más linda Navidad y les dejo el boti-abrazo más grande junto con un enorme GRACIASSSSSSSS por visitar al boticaria-graciela.


Y lo último que escribí...





Dicho popular : “El que no llora no mama”.

Había un pobre infeliz que de tan infeliz todos se le reían al verlo. Y él lloraba por ello. En lugar de reírse el infeliz, lloraba y no dejaba de llorar.
Había usado todos los pañuelos de la abuela, los repasadores de la cocina y hasta los trapos de piso.
Las sábanas de su cama derramaban lágrimas a la par del infeliz. Los muebles de la casa no dejaban de mirarlo…y de vez en cuando se les piantaba algún lagrimón con sabor a tango.
Todo retazo de tela, pedazo de papel y material absorbente del planisferio salían presurosos a abrazar las lágrimas del infeliz.
Nadie sabía por qué lloraba el que lloraba. Ni su madre que a veces se ponía a llorar a su lado para no dejarlo solo. Su padre se cansó de su llanto y se fue de gira con unos magos de un circo que pasaron por el pueblo. Ni siquiera tenía hermanos el infeliz.
Un día llegó al pueblo un tal Pitágoras , decían que era un hombre muy inteligente y entonces el cura párroco fue a preguntarle si lo podría ayudar al infeliz que no dejaba de llorar. Le explicó que en la iglesia hasta las estatuas habían aprendido a llorar al compás de sus lágrimas y que una vez vinieron los canales de televisión a filmar el llanto parroquial en masa. San Expedito, la Virgen Desatanudos, San Cayetano y hasta Judas Iscariote lloraban y lloraban.

Pitágoras pidió ver al infeliz. Revisó cada una de sus lágrimas y le dijo a todo el pueblo.

“Pedazo de infelices ¿ no se dan cuenta que el infeliz tiene hambre y que este infeliz quiere que se cumpla el dicho popular que el que no llora no mama?”.

-Sólo tienen que darle de comer y su llanto desaparecerá.
El infeliz empezó a comer y comer y dejó de llorar y llorar.
El pueblo emocionado despidió a Pitágoras con un llanto general. El único que no lloró fue el infeliz que estaba entretenido con todos los manjares que le habían preparado.

GRACIELA “BOTICARIA” AMALFI. 13-12-2010

P/D: Dedicado a Raúl, Nieves y Gisela, por la compañía de estos cuatro meses…

domingo, 12 de diciembre de 2010

La mujer y el coronel.




La mujer y el coronel.


Whisky agitado por la mano del coronel, hielo desarmado, líquido frío que enrojecía sus dedos y quemaba su voz.
Eran mis inicios como periodista. El tiempo presente eran los años 60-70, apenas lo recuerdo.
Fue una de mis primeras entrevistas.
-¿Te animás muchacho?- me preguntó el responsable de la editorial del periódico.
No dudé en responderle afirmativamente.
Y así es como me metí en la historia, la otra historia que les voy a contar. La historia del cadáver de una mujer, de un coronel y yo en medio de ellos.
Así comienza.

-¿Helado no?, le pregunté.
-Muy helado, tanto como el cadáver de esa mujer. Siempre frío.
-Coronel, esa mujer logró entrar y permanecer en su vida a pesar de los años ya pasados - le dije.
-Esa mujer, esa mujer – murmuró y rió y recordó.
-Sírvame más whisky, por favor-me dijo el coronel con un tono hosco y severo.
Lo miré y vi que lloraba, esas gotas guardadas durante años caían desde su cara pálida a los mosaicos de su escritorio.
En la mesa marrón tiró la última foto que le tomaron a ella.
Miró la foto. Yo también la miré. La mujer estaba totalmente desnuda mostrándose al mundo.
Tomó en sus manos el retrato agrietado y me lo dio.
-Llévelo y publíquelo en su periódico, señor periodista- me dijo el coronel.
Su decisión me sorprendió. ¿El hombre deliraba o estaba consciente? , me pregunté.
-¿Publicar esta foto y ella totalmente desnuda en ese féretro recubierto de oro? Agradezco su colaboración y generosidad, señor coronel- murmuré.
-Y ahora váyase y no vuelva nunca más-gritó el militar.
Salí de su casa, mis pies corrían rápido, no mire hacia atrás ni una sola vez. Prefería olvidar ese momento. No lo pasé bien. Tomé un colectivo para ir a la imprenta.
-Esta nota me consagra o me destruye para siempre, dije en voz alta en medio del colectivo. Los pasajeros me miraron haciendo un gesto de desconcierto con sus cabezas.
Le entregué la foto al responsable de la edición del diario.
Ignacio no lo podía creer.
-Lo lograste muchacho-me dijo, lo lograste carajo. Nunca pudimos acercarnos a él ni siquiera para insinuarle el secreto del secuestro del cuerpo muerto de esa mujer tan popular.
Ella ,era querida por muchos y era odiada por otros.

Mañana todos verían la parte de la historia no contada hasta hoy.
En la primera plana del diario apareció la foto de ella. La edición se agotó en menos de dos horas. Se volvió a reeditar varias veces.
………………………………………………………………………
Lo extraño es que hoy después de tantos años buscando entre mis papeles guardados no puedo encontrar ni el periódico ni la foto avejentada ni el sabor del whisky del vaso del coronel.
Mi memoria debe estar jugando con la mujer en algún lugar de un mundo lejano al que a mí no me es permitido entrar.

GRACIELA AMALFI

domingo, 5 de diciembre de 2010

Kumiko..."pero". Parte L




Kumiko…”pero”. Parte L.

La invitación de René me pareció por demás embriagadora de pasión, de ilusiones y de sueños. Mis pensamientos empezaron a caminar por lugares deshabitados e inconclusos. La idea del viaje a su lado me parecía maravillosa, a qué joven de dieciocho años no le parecería extraordinaria semejante propuesta.

Dejarlo todo así tan rápido, no, no iba con mis ideales. Un amor, un hombre, una vida desconocida me tendían la mano y no es que iba a negarla, pero…

_Piensa, Kumiko, piensa, insistían las palabras de un abuelo que ya no estaba enfrente de mí pero que seguía vivo en mi corazón.
Me sentía en el medio de un ring en el que tendría dos rivales en lugar de uno, y yo Kumiko, la Kumiko de siempre enfrentando a ambos.
Por la retaguardia derecha estaban acomodados con sus guantes negros de boxeadores experimentados mis padres, y por la izquierda los guantes rojos llenos de pasión de René.

Necesitaba volver a casa. Meditar debajo de mi árbol, de lo único que sentía mío desde años, mi herencia.
Lo hice. Regresamos el lunes a la mañana en un Ford más descansado y con una temperatura que ya no apretaba nuestra ropa ahora informal.
A René le expliqué antes de partir que realmente lo amaba, pero que yo tenía mis tiempos y para tomar semejante decisión debía pensarlo algo más. Fue muy doloroso decírselo. Él tendría que comprender que yo nunca iba a ser una mujer fácil de convencer. Esto lo supo a través de los años.

Sallie y Eleanor apuraban mi ida a la Argentina. Les costaba convencerme así tan rápido.
-Si lo querés ¿para qué esperar?-decían a coro.

-Y si me quiere ¿para qué el apuro?- les respondía yo.

Dejaría mucho en América, ganaría mucho en Argentina, o ganaría mucho en América y perdería mucho en el otro país.
¿Cómo saberlo? Solo con probarlo.

Mis padres se opusieron de forma tácita y precisa a mi viaje.
René no esperaba esa indecisión de parte mía.
Yo necesitaba tiempo para pensar, era mi vida, sólo mi vida y de ello no tendría que rendir cuentas a nadie.

Las historias de amor me apasionaban. Cumbres borrascosas, La Traviata, pero como en ellas… el amor se veía maltratado muchas veces.

Esos días fueron los más solitarios de mi vida. Me encerraba en mi cuarto a leer o me sentaba en el viejo sillón de paja de mi árbol y en ambos lugares pensaba y pensaba.
Sólo de una cosa estaba segura y era que quería escribir, seguir escribiendo como lo había hecho a escondidas durante cinco años. También tenía claro que no quería seguir viviendo mi vida acomodada y sin altibajos como hasta ahora.

Argentina era un desafío, mi desafío.
Más tarde me daría cuenta que René sólo fue un instrumento para transitarlo, sin su ayuda hubiera sido más difícil pero igual lo hubiera logrado.
Pasaron seis meses hasta que en medio de cartas postales desordenadas y una maleta enorme decidí viajar hacia esas tierras casi perdidas de América del sur.

P/D: Amigos kumikianos ...nuestra protagonista comienza un largo viaje y por un tiempo dejará de andar por el blog...en algún mes del 2011 nos seguirá relatando sus andanzas...

GRACIELA AMALFI- UN DÍA DE DICIEMBRE DE 2010

domingo, 28 de noviembre de 2010

Kumiko...decidiendo. Parte K.




Kumiko…decidiendo. Parte K

Esa mañana amanecía con un sol redondo colgando de un azul suspicaz y risueño. El viento recorría levemente las hojas de los árboles y se posaba de a ratos en la cortina blanca que cubría la ventana de mi habitación.
Abrí mis ojos y me acerqué a observar desde el primer piso del cuarto de huéspedes el verde oscuro de los arbustos. Ese domingo mis padres y algunos más se quedarían en la casa de Louis para descansar después de tan larga fiesta.
En el comedor me estaba esperando una rica infusión con pan tostado y mermelada casera hecha por Mary, la cocinera de la casa. En mi descenso hacia el comedor la escalera marcaba cada uno de mis pasos y la baranda de madera acompañaba mi tránsito lento.
Mis pies dieron con tierra firme y fue entonces cuando oí desde un lugar alejado del comedor una voz cálida y precisa que pronunciaba mi nombre.

-Kumiko, buen día ¿Cómo amaneciste?

Busqué la voz que estaba recostada en el sillón de terciopelo y al querer responder, de un modo ingenuo y casi infantil tropecé con una banqueta que se cruzó en mi paso.

-Cuidado no te caigas, ¿Te asustaste? Soy yo René. Hace rato que estoy esperando que bajes.

Sentí sus manos sosteniendo mi cuerpo que estaba trotando por el aire que me separaba del mármol del piso.

-Ya está el desayuno señoritos, nos dijo Mary.

Mis ojos estaban abiertos a un mundo de encanto y cerrados al exterior. Todavía tropezando por la maldita banqueta de mi camino me acerqué a la mesa de la mano de René.

-Me levanté muy temprano para no perder la oportunidad de desayunar con vos, sólo con vos, escucharon mis oídos y se sintieron como en trance.

-Kumiko no dijiste ni una palabra desde que me viste-susurró René en uno de ellos.

Ese montón de palabras atravesaron el conducto auditivo, tropezaron con no sé qué parte de mi cuerpo y fueron a parar como por un tobogán al medio de mi corazón.
Le sonreí.

-Es que me sorprendiste, pensé que ya te habías ido, le dije tímidamente.

-No podría haberlo hecho sin hablar antes con vos.

-Te escucho René, susurré con un aire impregnado en dudas.

El aroma del café que golpeó mi cara somnolienta y la tostada caliente que tomé en mi mano se unieron a coro para despertarme de una vez.
Las palabras de René se asomaban por sus labios, corrían hasta el negro de sus ojos y se quedaban mudas en medio de un desayuno que quería seguir siendo el protagonista de ese momento.
Mary nos miraba desde lejos con una sonrisa de vieja compinche. Retiró lo poco que quedó en la mesa. Le agradecimos por tan rico manjar y salimos al parque

-Te escucho René, me dijiste que querías hablar conmigo, le dije.

Tragó saliva, su azabache atravesó mi alma y tomándome las manos bien apretadas me dijo:

-La semana próxima regreso a mi país, Argentina, y quiero que vengas conmigo.

Emití una voz desarmada y dije:
- Pero esto no es posible, mis padres no me dejarían ir a un lugar tan lejano.

-Yo lo hablo con ellos, no te preocupes.

-Conozco a mis padres te dirán que no.

-Y bueno entonces deberás elegir vos, si lo que tus manos transmiten cuando me tocan y lo que tus ojos callan cuando me miran no es falso, elegirás venirte conmigo igual.

Esa fue una de las mañanas más difíciles de mi vida. Sé que el abuelo me hubiera comprendido, también Louis, pero mis padres seguro que no lo harían nunca.

Mis padres me importaban… y mucho.
Mi vida americana… también.
Pero René…
René… me importaba más que nadie en este mundo.

-Piensa Kumiko, piensa, rebotaban las palabras de Hayashi en mi cabeza.

Ese día debía pensar mucho.

Ese día debía decidir claro.

Ese día no me permitía un error.


GRACIELA AMALFI- 25-11-2010




lunes, 22 de noviembre de 2010

Kumiko...danzando. Parte J




Kumiko…danzando. Parte J

La llegada de las vacaciones coincidía con el fin de clases, era obvio y natural.
Mi primo Louis cumplía sus 21 años y haría una fiesta importante en la casa paterna, en New York. La lista de invitados abundante y variada: Muchos amigos de la universidad, toda la familia y su prima de nombre oriental Kumiko. Mi nombre seguía sorprendiendo a la gente tanto como a mis amigas del secundario desde aquel primer día de clases.
Los preparativos para el cumpleaños se transformaban en trajes, vestidos, puntillas, peinados, pinturas. Todo aquello que hacía resaltar la belleza de damas y caballeros.
El Ford azul se preparaba con brillo y galantería para desplazar hasta la ciudad a los tres invitados de la familia Hayashi, mi familia.
Ese mediodía me acerqué a mi árbol, el árbol que hacía doce años había surgido de una semilla negra y redonda, la más chiquita, la que yo había elegido entre doce semillas distintas.
Tal vez hubiera alguna semejanza entre mi amor genético por los árboles y el significado de mi apellido.
-Bosque, significa bosque-me dijo el abuelo en aquella oportunidad. Una niña de seis años que quería saber el origen de Hayashi.

Mientras tanto la casa estaba siendo cercada por un movimiento inusual, la recorrían tacos y zapatos acordonados, la corbata rayada de papá y el vestido de gasa de mi madre. En el fondo del jardín estaba yo mirando a mi árbol. Sus hojas me hicieron un guiño de despedida y flotaron por un aire de viento suave empujándome a entrar a la casa y a prepararme para la fiesta antes de que empezaran los reproches de mis padres.
Di media vuelta y mis pasos empezaron a trazar un camino hacia la casa, giré la cabeza dos veces y lo vi, ahí, en ese mismo lugar que habíamos elegido el abuelo y yo años atrás.

Papá apretó el acelerador más de la cuenta y el auto salió a plena carrera hasta la ciudad. Teníamos muchas millas que recorrer. No había sido buena la idea de viajar tan tarde. El calor apretaba nuestras ropas en un cuerpo que iba inundándose de cansancio.
Llegamos a la fiesta sobre la hora. Extenuados. Mi cabello había sufrido un desarreglo apreciable, el vestido fue invadido por arrugas y los zapatos nuevos mostrarían un gesto de desagrado a la hora del baile.
En el último de los tres escalones que separaban la entrada principal del salón de la casa, donde se llevaría a cabo el agasajo, estaba Louis. Salió corriendo a abrazarnos.
-Pensé que no llegarían, nos dijo.
Entramos saludando a los invitados. Entre todos sumábamos alrededor de sesenta. Busqué ese negro azabache de unos meses atrás y no lo encontré. Mi cara sufrió la primera decepción de ese verano.

-Y bueno que empiece el baile, dijo mi primo después del brindis.

Me tomó del brazo y empezamos a bailar, mi cuerpo daba vueltas y giraba como loco, mis zapatos querían huir. La música siguió sonando y en medio de un fondo sonoro suave alguien robó mi brazo derecho a Louis y siguió marcando el compás de los instrumentos. Mi cara se iluminó con una dicha enrojecedora y de color seda, al ver ante mí un par de ojos negros que atraparon y enceguecieron mi mirada. Era él, René, el compañero de estudios de Louis.

La música eternizaba el encuentro. Parejas armadas al azar y otras formalizadas encontraron su baile en medio del salón. Yo era feliz.

Los instrumentos apagaron su vozarrón y cada personaje regresó a su asiento. Sólo René y yo dibujábamos en el piso de mármol una música sin oídos y repleta de color. Me olvidé de los invitados, de Louis, de mis padres, de mi yo.
Mis zapatos pedían a gritos salir de su lugar, mi cabello volaba y caía sobre mis hombros en cada movimiento, el vestido lucía como un privilegiado en medio de esa fiesta y mi cintura se sentía agazapada por ese brazo fuerte que me sostenía en cada cambio de compás.
La alfombra roja abrazaba los caireles de la araña que colgaba en medio del salón y ellos, todos juntos, acariciaban nuestros cuerpos con una suavidad incauta y sensual. La música nos atrapaba entre decibeles y do, re, mi. Girábamos en un planisferio hecho para nosotros.
El mundo nos miraba o no. No importaba. Estábamos juntos, René y yo.

-Piensa, Kumiko, siempre piensa-decía el abuelo en mis oídos ausentes.

Ese día fue la primera vez que me enfrenté con el amor cara a cara.
Ese día marcó mi ruta a seguir durante mis próximos años.
Ese día mi vida sacó un pasaje a un mundo desconocido.



GRACIELA AMALFI-21-11-2010

domingo, 14 de noviembre de 2010

Kumiko...fin del colegio. Parte I




Kumiko… fin del colegio. Parte I.

Los aplausos se empezaron a desarmar entre las butacas del teatro. En mis manos apareció un pañuelo blanco con puntillas en los bordes para acariciar la cara mojada con lágrimas que reflejaban mi emoción ante singular puesta en escena.
Miré a mi derecha, ahí estaba Sallie, le sonreí y nos preparamos para salir del lugar con el resto de mis compañeras. Al bajar los escalones que nos separaban de la entrada percibí un choque de una mirada distante posándose en mí. No me negué a su llamado. Mi cabeza se mantuvo en vela y mis ojos color caramelo se cruzaron con un par de ojos negros. Un muchacho no mucho mayor que yo era el dueño de ese negro azabache que me cautivó. Me sonrojé y seguí con mi cara firme y distante mirándolo. Tiempo más tarde me dirían que su nombre era René, argentino y alumno de Harvard. Más tarde también sabría que era amigo de Louis y más tarde aún llegaríamos a vivir situaciones muy particulares.
Llegamos al colegio con el entusiasmo exagerado ante nuestra salida. Nos dormimos muy tarde, no importaba era viernes, y el sábado no tendríamos que madrugar.
Las idas y venidas a mi casa eran cada vez más espaciadas. Yo iba creciendo y mis padres también.
Eran momentos decisivos los que yo vivía por esos días.
Mi padre soñaba con tener una hija médica, el sueño de mi madre era que fuera una concertista brillante.
Los deseos de ellos no fueron cumplidos nunca. Yo admiraba la medicina y mucho más a los músicos, pero eran las letras las que verdaderamente me cautivaban.
“Es una pena que pierda su talento en dedicarse a escribir, tan sólo a escribir” escuché que “la amargada” decía a mi padre la última vez que me fue a buscar al colegio en su vehículo marca Ford recién comprado. Estrenaba auto y estrenaba frustración de saber que su hija, su única hija, su Kumiko, no iba a hacer de su vida lo que él y mamá quisieran.
En el viaje a casa el silencio deambulaba de un asiento a otro, quería escaparse por la ventanilla abierta pero al rozar el aire de la ruta volvía en entrar. La música de la radio intentaba acallarlo y yo también, nos resultaba difícil hacerlo.
Papá dibujaba una cara triste que se enfrentaba a la mía que yacía bosquejada con una melancolía color miel.
“Piensa, Kumiko, siempre piensa”, rebotaban en mi cabeza las palabras del abuelo.
“Pensar para mí es escribir” decía una voz que estallaba desde mi interior enfrentando ese consejo.
“Justamente eso Kumiko, piensa, lee, escribe”, el sonido de un murmullo suave con olor a palabras de abuelo se deslizaba por mis oídos.
“Escritora”, que raro le sonó a mi madre.

-Está bien sé escritora y algo más-me dijo de un modo alejado y tosco.
-Mamá es que ser escritora es todo, que más falta-le dije con calidez y con una lágrima saltando desde mi mejilla a mis labios.

Fueron tiempos difíciles los que tuve que enfrentar con el entendimiento de un descendiente de orientales que magnificaba la ciencia y una americana que enarbolaba la bandera de la música sobre un pedestal imaginario.

La época del colegio quedaba atrás. Sallie seguía con sus clases en el conservatorio, años más tardes recorrería el mundo con sus teclas. Eleanor se consagraría en la investigación científica.
Sólo Kumiko había decidido no tomar el rumbo marcado por los adultos de la familia.
Sólo Kumiko había inventado eso de hacer lo que sus sentimientos desde adentro le gritaban con fuerza y seguridad.
Sólo Kumiko, piensa, lee y escribe.
Sólo Kumiko… y el árbol de su jardín también.



GRACIELA AMALFI, OTRO DÍA DE NOVIEMBRE DE 2010

domingo, 7 de noviembre de 2010

Kumiko...la ópera. Parte H.



Kumiko…la ópera. Parte H.


Ese 17 de noviembre era un día muy especial. Para mí casi enigmático. Doblemente enigmático. Se conmemoraba un año más de la fundación de la ciudad que me cobijaba desde hacía cinco años: Boston, y además esa noche presenciaríamos una ópera.
El espejo de mi habitación me observaba con un gesto cómplice. Tomaba distintas formas según mi pose. Parada enfrente de él mi imagen chocaba en su transparencia y me devolvía una figura delgada y fina. El vestido rojo carmín de terciopelo a media pierna, apretaba mi cuerpo como un amante fugaz, fruncía su tela en mi cintura y estaba acompañado por un par de zapatos negros de tacos altísimos. Los tacos ayudaban a aumentar mi estatura que no era muy destacada. El chal de seda, que me había hecho la tía vieja y arrugada de tanta bondad, me abrazaba y lucía hermoso sobre mis hombros. El atuendo estaba conformado con un dinamismo distinguido, propio de los años cuarenta. Años jóvenes, años de estudiantes, años de nostalgia.
Los rizos de un dorado gastado, como los de mamá, colgaban inquietos formando parte del vestuario.
Por el colegio corrían risas y sonrisas posándose en donde se les ocurriera, en alguna mesita de luz, en una cama o en la cara de nosotras.
Entre la algarabía sobrevolaba un manojo de nervios satisfechos de presenciar la ceremonia previa a nuestro primer encuentro con la ópera. Mezclarnos entre la gente era para las jóvenes una atracción más que maravillosa. Lo soñábamos desde que conocimos la noticia.
El perfume, regalo de mi primo Louis, perdió su encanto de meses y se derramó sobre mi piel, la acarició y emanó su fragancia por todo el cuarto, recorrió la escalera y llegó a la planta baja. Entre gestos y dudas se impregnó en mi cuerpo siendo otro compañero más en esa salida. Salida que a mí se me había antojado llamarla “cita de amantes”. Esto tenía que ver con mis pocos años y con la historia que sería interpretada en el teatro durante esa noche.
Llegó la hora de la partida. Treinta muchachas elegantemente vestidas estaban listas para recorrer las calles de Boston y llegar a “la cita de amantes”.
El telón se recogió de una manera majestuosa y entre decenas de cuerdas aparecieron ellos dos, los amantes. Ahí estaba yo en medio del escenario con un nombre falso “Violeta Valery” y él, “Alfredo Germont” sosteniendo mis manos. La fragancia de Louis lo sacudió haciéndole dar un paso hacia atrás, la suavidad de mi chal lo atrajo hacia mí y nos mantuvimos abrazados hasta que el público se puso de pie para vivar y aplaudir.
Cuando el silencio dio su grito de presente los dos aparecimos en medio de un campo parisino corriendo entre el verde y las flores de colores. Mis pasos y los de Alfredo se chocaron haciendo que rodáramos por el suelo como dos locos amantes.
El silencio, otra vez. Yo sola. Mi enamorado había huido. Las lágrimas empezaron a correr por mis mejillas que estaban pálidas y frías. Aparecí en una cama, con una tos violenta. Habitación de hospital con otras enfermas sufriendo sus pesares. En medio de mi agonía reapareció él. Estiró sus largos brazos y me mantuvo abrazada hasta el final, mi final.
Fui la primera en pararme y aplaudir con todas mis fuerzas. La obra magistral de Verdi penetró en mi corazón, llegó a mis entrañas y no quiso irse nunca.
“La traviata” se presentó ante mí como una extraviada que supo amar como yo lo haría alguna vez.
Como lo habían hecho Catherine y Heachcliff.
Como deben amarse dos enamorados repletos de pasión y juventud.



GRACIELA AMALFI- UN DÍA DE NOVIEMBRE DE 2010.

domingo, 31 de octubre de 2010

Kumiko...y una pesadilla. Parte G.




Kumiko…y una pesadilla- Parte G

La llegada al colegio fue más alborotada de lo que hubiera imaginado. Ahí estaba en primera fila “la amargada” para ayudarme con mi maleta, más atrás Sallie y el resto de mis compañeras. Todas sabían de las noticias de mi familia y por eso supongo que le pusieron más sabor al reencuentro. Solté mi bolso de mano y el libro de papá, y corrí a abrazar a mis amigas. Llegué un rato antes del almuerzo por lo que pude mantener una charla relativamente larga con las chicas antes de comenzar con las clases de la tarde.
Me tendría que poner a tono con todos los temas que habían visto durante mi ausencia, pero eso no me preocupaba sabía que me ayudarían.
Esa noche no nos dormimos muy temprano, hablábamos bajito para que no nos oyeran y así evitar algún reto. Les hablé a mis amigas de mi casa, mis padres, mi árbol, les conté lo que había leído en el libro de papá. Todas querían leer la historia por lo que decidimos hacer una lista para que de forma ordenada el libro pasara de mano en mano. La única condición era que los personajes no podrían salir y entrar de sus páginas sino de una manera prolija y cauta. Ese volumen tenía muchos años y era invalorable para mi padre.
La charla se fue desvaneciendo de a poco y empezamos a entrar en nuestros sueños. Me costó mucho dormirme. Sueños precipitados golpeaban mi mente acomodándose por ahí, pero al mismo tiempo se derretían para que aparezca el insomnio. Cerraba los ojos y volvía a abrirlos. Los paisajes de mi casa, del tren y de la escuela se peleaban por aparecer y yo ahí en medio de ellos sin saber a cuál elegir. Mi mundo americano recorrió el hemisferio para detenerse en Yorkshire, Inglaterra.
Mi sueño se cayó en un grito que pedía socorro y me decía:
“-Déjame entrar, por favor, abre la ventana de la habitación, necesito ayuda.
La voz salía de la boca de una mujer joven. Rompí el vidrio del ventanal para que ella pudiera llegar a mi lado. Su figura era fantasmal, un espectro presentado ante mis ojos y tomando mi mano para sentir seguridad. La luz de la vela que estaba encendida en la habitación desapareció en el mismo instante en que la muchacha saltó por la ventana. Mis ojos enceguecidos no dejaban de ver esa figura que parecía embrujada. Me acerqué a ella para preguntarle qué hacía ahí, quién era y qué buscaba.
-Mi nombre es Catherine, me dijo con un tono de desesperación y dolor.
La habitación estaba a oscuras, ella y yo en el medio de ese negro y un mundo afuera desconocido por ambas. Tuve miedo.
De repente unos pasos empezaron a subir la escalera que nos separaba de la planta baja. La puerta se abrió sigilosamente. Apareció un hombre flaco, alto y con una enorme vela sostenida por su mano izquierda. Se acercó a nosotras y nos insultó con ademanes de violencia tal que hizo que las dos saliéramos de la habitación corriendo escaleras abajo. Allá tampoco había luz. Escapamos al jardín por la única puerta que se nos presentó delante. El hombre feo y oscuro nos perseguía. Estiró su mano escuálida y sepulcral para tomarme de un brazo. Yo grité. Grité una vez y dos y tres.”
Abrí los ojos y observé a Sallie que estaba abrazándome y diciendo:
“Kumiko, calla por favor. Una pesadilla atrapó tu descanso, es sólo una pesadilla. Despierta ya amiga.”
Me senté en mi cama. Miraba a Sallie sin poder concentrarme en ella, sólo veía a Catherine y a Heathcliff observándome con su sonrisa burlona.
La pesadilla había terminado. La calma se hizo presente en mi mente otra vez y con la compañía de mi mejor amiga pude retomar un descanso tranquilo.
A la mañana siguiente, intenté recordar lo que había sucedido en la noche, comprendí que mi inconsciente había logrado penetrar en el libro de papá.
-Raro sueño- le dije a Sallie, mientras desayunábamos, restando importancia al asunto. Pero en realidad lo pasajes por lo que había caminado mi inconsciente me tenían preocupada.

Pensaba. Recordando las palabras del abuelo: “Piensa Kumiko, siempre piensa”.

La primera materia de esa mañana fue Filosofía. El profesor nos introdujo en “La interpretación de los sueños” de Sigmund Freud.
Mi cerebro y mis sentimientos no pudieron evitar ciertas contradicciones.
Los enfrentamientos entre ambos recién comenzaban para ir creciendo con mis años, con mi árbol y con la travesía de mi vida, rebelde vida.

GRACIELA AMALFI-OCTUBRE 2010



domingo, 24 de octubre de 2010

Kumiko, pasajera de un tren. Parte F.









Kumiko, pasajera de un tren. Parte F


Acomodada en el asiento pegado a la ventanilla miraba como pasaban los árboles a través del vidrio sucio con tierra vieja. Me recliné en el asiento para dormir. Así, cómoda y relajada, mis recuerdos jóvenes y recién armados se chocaron para comenzar a dar vueltas por mi cabeza. Los fui atrapando como a ideas sueltas.
Apareció uno de hace dos días cuando corríamos con mamá por el parque para alcanzar a esa mariposa tricolor, a la que yo aseguraba que le había visto un número dibujado en su ala derecha. Reímos mucho. Terminé cansándome y en un mundo de pasto rodeando mi cuerpo y con el botín perdido en medio de su vuelo fugaz. Mamá hacía tanta bulla con su risa que llamó la atención de papá, quien mirando por la ventana de su escritorio ubicado en el primer piso de la casa, no pudo dejar de emitir una carcajada cómplice.
Regresamos al interior y tuve que cambiarme el vestido rojo con un bordado hecho por la tía de mi padre. Esa tía vieja, tan llena de arrugas como de bondad. Su nombre siempre fue difícil, yo solía cambiarle alguna letra y nunca logré pronunciarlo bien. Era de origen oriental como papá.
Al vernos entrar, él bajó a tomar la merienda con nosotras. Le conté la historia de la mariposa, su caza, mi rodar por el piso. Reía y me escuchaba dibujando una sorpresa en sus gestos, aunque había visto todo por el ventanal de arriba.
El escritorio de papá siempre fue un lugar místico para mí. Pensamientos de niña. Me invitó a ir a ese lugar. Una habitación cuadrada, con un escritorio inmenso y una biblioteca como siempre soñé. Me acerqué a las estanterías, leí la contratapa de cada uno de sus libros. Eran muchos. Demasiados. De repente mi vista se detuvo en uno de tapa negra. Tapa dura, negra, persistente. Lo agarré, saboreé su título y autor. Sus hojas estaban algo amarillentas.
-Papá lo puedo llevar para leer en mi viaje, le dije.
-Si Kumiko. Hija, este libro me lo regaló mi madre hace mucho tiempo. Seguro te gustará tanto como a mí – susurró. Al mismo tiempo oí su voz acurrucada en lágrimas.
El tren frenó imprevistamente y de mis manos adormecidas se cayó el libro prestado. “Cumbres borrascosas” era su nombre y la autora Emily Bronte. La protagonista, delgada y larga, ya se había internado en mis vísceras. El vaivén de un vagón gastado y el personaje de Catherine Earnshaw se fundieron en un solo aliento de desesperación y miedo. Las letras atraparon mis ideas, mis pensamientos, mi alma. El viaje no fue tan duro como pensaba. Con el libro de papá todo se me hizo más fácil.
“-¡La señorita ha huído con Heathcliff!- exclamó la muchacha.”
“-No es verdad-profirió Linton , agitadísimo.”
Una voz ronca salió del guarda petiso y gordo para irrumpir en mi lectura avisando que habíamos llegado a destino. Catherine y Heathcliff fueron guardados entre las páginas desteñidas para reaparecer más tarde, cuando el colegio pase a ser su hogar y el mío también.


GRACIELA AMALFI-OCTUBRE 2010

domingo, 17 de octubre de 2010

Kumiko, arribo y dolor. Parte E.




Kumiko, arribo y dolor. Parte E.



Los primeros colores del amanecer golpearon dulcemente mis párpados y me despertaron. El tren había sufrido un leve retraso y estaba arribando a mi destino.
El guarda, un señor bajo, gordo y con un bigote que sobresalía violentamente de su cara, anunció que estábamos llegando al pueblo.
Me acomodé en mi asiento, miré a mis compañeros de viaje, algunos dormían, otros estaban preparando sus maletas para bajar. Imité a estos últimos, me paré, tomé mis cosas y me acerqué a la puerta por la que debía descender. Una brisa alocada entraba por las rendijas del tren, el que no dejaba de pitar anunciando su entrada triunfal como un ejército que regresa de una batalla.
Los vi en el andén, ahí estaban mis padres. Mamá con su pelo rubio recogido y un vestido floreado y un abrigo de lana. Papá con un traje gris, su sombrero y abajo el pelo bien acomodado. Bajé los tres escalones que me separaban del nivel del andén en una carrera rápida. Los abracé. Me abrazaron.
Nos subimos al carruaje del tío Tommy, y partimos a casa. Yo no paraba de hablar y de contarles del colegio, y de Sallie y de “la amargada” y de las clases.
Mamá me miraba y sonreía pero debajo de sus ojos podía ver una tristeza impregnada de dolor y angustia sostenida.
Por fin llegamos a la casa. Pregunté si el abuelo dormía. Me llevaron a su habitación. Junto a él había una mujer vestida de blanco, a la que llamaban “la señora enfermera”. Me acerqué a su cama. El abuelo respiraba con dificultad. Sus ojos estaban cerrados. Tomé su mano izquierda entre las mías y le susurré al oído: “Abuelo, soy Kumiko, acá estoy a tu lado”. El seguía inmóvil.
Mis ojos se llenaron de lágrimas, no me había equivocado al sospechar que las cosas no estaban bien por ahí.
Luego de unos diez minutos se oyó un quejido, el abuelo apretó muy fuerte mi mano, abrió los ojos y con una voz casi imperceptible me dijo: - Niña, mi Kumiko, mi niña pensadora, viniste. Cuidé tu árbol, nuestro árbol. Andá al parque y miralo bien de cerca, está grande, más que vos.

Salí apresurada para ver la semilla hecha árbol, estaba inmenso y con un montón de hojas, algunas amarillentas. Era otoño.
Cuando regresé a la habitación, papá me dijo, con una cara dibujada de tristeza, que el abuelo acababa de morir.

Los días posteriores no fueron nada agradables. Sólo el árbol podía consolarme. Lo sentía parte del abuelo. Yo y el abuelo juntos, creadores de ese árbol, sus únicos dueños.

La casa rebalsaba de soledades, de ausencias, de despedidas.
Me consolaba pensar que había podido ver al abuelo por última vez y que podía estar acompañando a mamá en ese horrible momento.

Pasaba todo el día sentada bajo la sombra del árbol en la silla de paja del abuelo.
Pensaba, pensaba mucho.

Llegó el día de la despedida. El tren pasaba esta vez a las doce en punto. Llegamos a la estación con mucho tiempo. El tren se venía asomando con una luz trémula y callada. El jefe de la estación hizo sonar la campana de despedida de una manera tonta y negligente.
El aire de los pañuelos de mis padres se chocaba con el aire de mi pañuelo mojado y arrugado. Las manos seguían desorientas.
Mi maleta se acomodó igual que yo.
Cerré los ojos. Mi viaje al colegio hizo su aparición. El paisaje a través de la ventanilla era triste y desértico. Mis ojos sólo veían árboles secos. Los pájaros habían escapado a otro cielo.
La mañana golpearía mis pupilas con su luz. El guarda bajo y rechoncho anunciaría con su bigote grueso que se aproximaba la estación de mi colegio.
Mi corazón tenía una fractura irreparable.
Y me decía a mí misma. “Piensa, Kumiko, sigue pensando”.


GRACIELA AMALFI- OCTUBRE 2010.

domingo, 10 de octubre de 2010

Kumiko...yendo a casa. Parte D.




Kumiko…yendo a casa. Parte D.


La carta marchó hacia su destino, la casa de mis padres. Sólo restaba esperar la respuesta, el regreso, la vuelta. Ese entretiempo me incitaba a comerme la uñas, a leer mucho para que las horas corrieran más rápido y a pensar.
Los pensamientos me recorrían por dentro y por fuera, traspasaban mi piel y la penetraban para acomodarse en el lugar que les resultaba más cómodo.
Amaneció el lunes y con él, el día número diecisiete de la salida de mi carta. En cualquier momento tendría noticias, estaba segura.
A la tarde sonó el timbre de la merienda y acompañando a ese sonido rápido y escurridizo apareció “la amargada” con una risa sutil y delgada anunciando a viva voz:

–“Kumiko, prepara tu maleta, mañana te irás a pasar unos días a tu casa”.

Me emocioné y corrí a abrazarla. No podía con mi alegría. Sallie, ya repuesta de su enfermedad, saltaba a mi lado, ella también estaba feliz por la buena nueva.
Esa noche no pude dormir. La mañana no amanecía. La luna ahí en el medio del cielo sin moverse para dar paso al sol. Hubiera querido descolgar una a una a las estrellas y a la luna también, para apurar la mañana.
Mi maleta apenas podía cerrarse, y eso que venía conmigo un bolso de mano, con un par de libros y cosas femeninas que toda muchacha debe llevar en un viaje de veinte horas.
El portero del colegio me llevó a la estación del ferrocarril. A las nueve de la mañana rodaría por las vías del pueblo el distinguido transporte. El humo de la máquina se vería desde lejos, su luz se iría acercando y me enceguecería.
El jefe de la estación hizo sonar la campana de despedida como si fuera el campanario de la catedral más grande del mundo.
Me ubiqué en el único asiento libre que encontré pegado a la ventanilla. Mi maleta ya estaba acomodada, yo también.
El viaje comenzó. El tren, mis pertenencias y yo recorreríamos juntos esas millas que separaban mi casa de ese lugar.
Sonó el pito fulminante y certero. Hubo adioses acompasados con pañuelos arrugados y manos desorientadas.
Yo sonreí, y pensé, imaginé mi llegada. Las vías sentían fatiga por tanto peso deslizado y eran testigos de ilusiones, despedidas y reencuentros.
Apoyada contra la ventanilla miré el espeso paisaje formado por árboles corpulentos, por algunos arbustos pequeños y por los pájaros danzando en medio de esa naturaleza llena de vida. El tren marchaba, seguía marchando sobre los durmientes gastados de soledad y abandono.
Las horas iban pasando, el sol del mediodía se acercaba a su ocaso y mis ojos tenían ganas de cerrarse. En el viaje leí, comí algunos alimentos que me habían preparado en el comedor del colegio, fui dos veces al baño. El sonido de la máquina se había enquistado en mis oídos, pero en lugar de escucharlo como algo repulsivo me sentía atraída por ese sonido que me llevaría a mi paraíso, a mi casa.
La noche llegó, el tren siguió andando y yo me quedé dormida. Las horas caminaban rápido hacia el precipicio de la madrugada. Mi pueblo se estaba acercando a nosotros. Se preparaba al encuentro como un niño desamparado que espera a una madre nueva, como un papel vacío de letras que acaba de llenarse, como una niña de un colegio de niñas que regresa después de dos meses de ausencia…


GRACIELA AMALFI-OCTUBRE DE 2010

domingo, 3 de octubre de 2010

Kumiko...creciendo. Parte C.




KUMIKO…CRECIENDO.
Parte c.


Mis primeros años de vida fueron tranquilos y felices en la casa del abuelo. Me rodeaba el amor de mis padres. Disfrutaba ver asomar el delgado tallo de mi árbol y algunas hojas tímidas apenas sostenidas.
Todo era paz. Una semilla, un parque, un árbol con ganas de crecer.
Ya era tiempo de empezar la escuela. Etapa de cambios. “Kumiko sentía miedo por primera vez. Kumiko quería estar acurrucada entre sus padres y el abuelo”-Así corrían mis pensamientos todo el tiempo.

Ya estaba decidido. Iría al mejor colegio de la región. Colegio de niñas. Ahí pasaría mis semanas. El primer domingo de cada mes a la tarde me llevaría mi padre y regresaría a casa el último viernes de cada mes.

A la tarde, siempre a la tarde. “Tarde que a Kumiko se le haría corta”.

En el colegio conocí a un montón de chicas. A ellas les resultaba extraño mi nombre, pero "ya se acostumbrarán" pensaba yo todos los días al despertar. Mis amigas se llamaban: Sallie, Milly y Eleanor.




Octubre 2, de 1939
Carta nº 16.

Papis, ya llevo tres años en este colegio. He aprendido cosas muy interesantes aquí. Mi mejor amiga Sallie hoy está enferma, vino el médico a verla. Dijo que tiene una bronconeumonía, por lo que la envió a su casa. No me alegro por lo que le pasa a Sallie , pero qué bueno esto de poder irse a su casa. Uf, cómo los extraño. ¿Cuándo arreglan el carruaje de papá? Hace dos meses que no los veo. Me preocupa la última carta recibida en la que me dicen que el abuelo no se siente bien. No fueron muy claros en la explicación. Preferiría que me detallen mejor cómo van las cosas por allá o al menos que me autoricen para poder ir a casa en el tren que pasa por acá los martes. Tengo ganas de verlos. Sé que el tren tarda casi un día en llegar, pero podría tener algunas faltas en el colegio, como saben mis notas son casi brillantes. No me parece bueno este silencio. Creo que algo no anda muy bien por la casa.
Cuiden mi arbolito, ya debe estar hecho todo un caballero.
Espero obtener una respuesta rápida. Papá si no podés venir a buscarme al menos mandá una autorización para que me vaya en el tren. Yo hablo con la rectora del colegio y le explico todo, sé que me entenderá. A pesar de su cara insulsa y su gesto irónico sostenido durante todo el día. Quisiera saber cómo habrá sido su infancia para que sea tan amargada esta mujer.
El viernes en el comedor a una de las chicas se le dio por silbar y “la amargada” (nombre que usaré de ahora en adelante para nombrarla) no tuvo mejor idea que dejarnos sin postre. Y justo ese día había manzanas al horno, mi preferido. No sé qué habrán hecho con tantas raciones sin utilizar,supongo que se las habrán dado a los chicos del orfanato de la otra cuadra, bueno si fue así no está nada mal.
Hoy tuvimos una prueba de álgebra, mañana una de historia medieval y el jueves no sé qué filósofo nos viene a dar una clase. No me acuerdo su nombre pero seguro que el abuelo leyó algo de él.
Me apuro en terminar esta carta así la retiran hoy del colegio y en unos días la tienen con ustedes.
Ahora mis libros son mi compañía. Sallie no está. Ustedes y el abuelo tampoco.
Mi árbol con su tallo largo y hojas abundantes ocupa mis pensamientos. Lo imagino en medio del parque. El más joven de todos, el más esbelto.
Los quiero ver pronto, rápido, enseguida.
Con todo mi amor.

Kumiko.

Cerré el sobre, mis párpados se apretaron bien fuerte contra mis ojos y entre doce lágrimas caídas elegí la más chiquita y salada para que se quedara conmigo en medio de tanta soledad.

GRACIELA AMALFI- SEPTIEMBRE 2010.

sábado, 25 de septiembre de 2010

Kumiko, la niña...



Kumiko, la niña…
Parte b.

Cuando abrí los ojos ese día de abril, inundado de sol y de flores y de paz, mis padres terminaban de elegir mi nombre entre una larga lista que les llevó más de cuatro meses armar. Me contaron años después que al ver tanta belleza y por ser niña el nombre más adecuado para mí era: Kumiko.
Este nombre definiría mi vida y mis caminos, mis horas y mis cielos. Llevarlo encima sería al revés de una cruz, una bendición que muchas niñas hubieran querido para sí.

- Kumiko, qué bonita es, decían los parientes.
- Kumiko, qué nena tan dulce, esbozaban las voces de los vecinos.
- Si, es hermosa, muy hermosa, repetía una y otra vez el abuelo.

Siempre descollé por mi alegría, mi modo de andar para un lado y otro, mi danza escurridiza.

La naturaleza me atraía. Con ella pensaba, siempre pensaba.


A mi abuelo le gustaba mi compañía, tanto como a mí la suya. Vivíamos en su casa, mis padres y yo. Aferrada a su mano aprendí a caminar por ese césped interminable con árboles asentados en él como monumentos históricos. Entre toda esa “selva” esmaltada de verdes, amarillos y marrones había un pedazo de tierra esperando.
Esperando…


Y Kumiko piensa, siempre piensa-Comentaba el abuelo a los pájaros que daban vueltas por ahí.


Cuando cumplí seis años me dieron a elegir entre una docena de semillas la que más me gustara. Había algunas redondas y opacas, otras rectangulares y brillantes, yo elegí la diferente a las otras once, la semilla negra y más chiquita.
-Muy bien, me dijo el abuelo, ahora manos a la obra.
La aprisioné en el pedazo de tierra que gritaba su paciencia de soledad al viento del sudeste. Me arrodillé, como implorando una plegaria y con mis manos y mis pies pequeños y movedizos la introduje en su nuevo mundo.

En la casa todos me estaban esperando para empezar la fiesta. Para mí la fiesta ya había comenzado. Tomé la regadera rosa con agua y endulcé el suelo con esmero y ansiosa por ver que asomara mi planta recién concebida.

Y piensa, Kumiko, siempre piensa –Repetía el abuelo a los pájaros volando.

Entré en el comedor y la fiesta estalló en aplausos, y sonrisas y regalos…


Graciela Amalfi. Septiembre 2010.

lunes, 20 de septiembre de 2010

Kumiko.






Kumiko.



Kumiko está sentada en su sillón de paja debajo del árbol más añoso de su casa.

Piensa.

Sus pensamientos recorren imágenes de un pasado hecho niño.
-Abuelo, ¿Tiro la semilla en este lugar?-grita la voz de la pequeña Kumiko.
Mirando hacia ese sitio el anciano le responde: _Sí hijita, ahí está perfecto.
La pequeña aprieta la tierra con sus manos y sus pies. La semilla se va internando lentamente hacia la profundidad de un mundo oscuro.
Hoy, después de setenta años, Kumiko, la misma Kumiko que eligió esa semilla entre más de una docena, está debajo de su sombra enarbolada al viento.
Y sigue acariciando su sombrero y sigue sobre ese sillón que la acurruca.

Piensa.

Su sillón de paja arrugada la transporta a su vida de niña. A las carreras, a las escondidas, a los juegos con sus primos. A…su abuelo.
Kumiko ve sus años proyectados delante de ese sol que brilla y daña sus ojos a pesar de sus gafas oscuras.
Y todo pasa así de repente. Ese árbol ahora la aprieta con su sombra desdibujada y dañina. Las ramas simulan acariciarla pero rasguñan su piel como espinas puntiagudas y vengativas. Siente que un sacudir de hojas le taladra el cuerpo. Mira a ese gigante con recelo, desprotegida.

Piensa.

Deberá enfrentarlo. La lucha será impar. Una anciana y un árbol. Será un dios externo quien arbitre esta batalla. Batalla de tiempos y de ausencias, de alegrías y sinsabores, de nostalgias y pasiones.
Kumiko cierra los ojos, su cuerpo se empieza a deslizar por el sillón arrugado y cae.
La sombra libera una carcajada de alegría acompasada por un viento del sudeste y aprisiona a la anciana. La asfixia.

No piensa.

El aliento de Kumiko decidió irse a otro lugar. Huyó.

Ahora se puede ver en el final del jardín a una anciana tirada en el pasto, debajo de la sombra de un árbol añoso y sin vida.


Graciela Amalfi-19 septiembre 2010.
P/D: Para los ansiosos les adelanto que en la próxima entrega Kumiko nos hablará en primera persona, ésto no termina acá. Por eso ahora viene bien el "continuará..."

jueves, 16 de septiembre de 2010

Hoja blanca.




Hoja blanca.


La hoja blanca, abandonada, buscando letras escondidas. Escondidas y fugadas. Fugadas en el mundo de un escritor sin talento. Un escritor que quiere correr una historia de su alguien. Su alguien es quien lo sacude, lo asombra, lo avasalla. El sacudir de un verano sin nombre, sin color, sin brillo, sin pasión. Verano de pasiones abandonadas en un rincón de la arena, y ese mar testificando que un amor no fue, que no supo ser. Que no quiso.
El papel ahora se arruga, se quiebra, se vuelve a erguir para enarbolar otra historia. Una historia real. Una historia sin mar, ni arenas, sin pasiones y con color. Color que armaron un día cualquiera en un lugar desconocido, donde había una luz escasa, donde la pasión se escapó, donde entró el amor y se metió en el medio de los dos, quedó petrificado y no volvió a moverse.
Y la hoja blanca ya no necesitó ni lapicera, ni mar, ni arena, ni pasión. Ahí en ese rincón los dos, el escritor y su alguien quedaron agazapados al amor recién dibujado.


Graciela Amalfi- septiembre 2010.

jueves, 9 de septiembre de 2010

CORTOS..........


Hoy iniciaremos un recorrido por una nueva sección llamada "Cortos". Mis lectores serán los que apuntarán el pulgar para arriba o para abajo por medio de sus comentarios...
LAS LETRAS SE VAN DESPEREZANDO UNA A UNA, LA LAPICERA SE AFERRA A MI MANO Y ELIGE EL PAPEL MÁS BLANCO PARA EMPEZAR A DIBUJARTE PALABRAS. PALABRAS ÚNICAS, ESAS QUE MARCAN SURCOS PROFUNDOS CON UN SOLO TRAZO. TRAZO DE RUEDAS INCRUSTADAS EN EL POLVO MOJADO POR UNA LLUVIA AGRIETADA Y FEBRIL, PERO SUAVE.
EL PAPEL, LA LLUVIA, MIS MANOS Y LA LAPICERA HICIERON UNA TRAMA DE AMOR Y PASIÓN EN MEDIO DE LA NADA.

Graciela Amalfi, un día de Septiembre de 2010.

domingo, 5 de septiembre de 2010

Diario y noticias.




Diario y noticias.


Leí la historia en el diario, sentada ahí en la silla que acompaña a mi escritorio. Una historia repetida. Historia de un pibe cualquiera, un revólver, una dosis de más, una muerte.
Y ahora la carrera de siempre. El escape conocido por el policía, el vecino y el barrendero de la esquina.
Escape de sedes desordenadas que nada saben de placeres, de gustos o de consuelos.
Corre por el pasillo número tres de la villa. El viento lo persigue con ráfagas anudadas y son sus ganas sigilosas las que abrazan sus regresos.
La cámara colocada en el lugar de siempre atraviesa sus piernas revueltas que se alargan y se achican, se aprietan y sudan por el placer de la huída. Llega a su techo de chapa y pared de lona, apoya sus zapatillas sucias en el piso suelto que contiene a su perro, a su silla y a la mesa heredada del abuelo.
Se sienta, descansa su cuerpo, sus ojos ríen de satisfacción. Estira las manos hacia el diario tirado en el suelo.
Ese mismo diario que tuve atravesando mi piel hace dos días. Ese que contaba su historia.

GRACIELA AMALFI- 04-09-2010.

domingo, 29 de agosto de 2010

Perdiendo la contractura en dos versiones.










Perdiendo la contractura .Versión 1.


Desde el útero de esa madre
escapó el campeón de mil juegos,
juegos de billar y otros
de metegol y más.
Ese hijo caminó subterráneos escondidos
voló un río de nada
rodeando islas coloridas
en una bicicleta remendada.
Con alguna revista bajo el brazo
casi siempre a las cinco de la tarde o después.
Ángel descarriado que robaba hojas
a los árboles isleños
llegaba con su bote a remo
cansado como ejércitos numerosos
formados por egipcios desamparados
con hambre de porotos y otras cosas.

Ese chico y ese ángel
conocieron anarquistas convencidos
que con una bomba poderosa
destruirían escritorios amontonados
que los barrenderos de la noche
llevarían en desfiles sin orden
hacia el parque de diversiones de esa ciudad.
Ciudad llena de vagones tristes
con extraños solitarios
como Noé, los animales
y su arca perdida
en una India enorme
sin pesebre de nacido.

Ese chico vivió una tormenta de vida
con farras ausentes
llegó solitario a su casa
y se sacó los extraños zapatos de siempre.



GRACIELA AMALFI-29/08/2010










Perdiendo la contractura. Versión 2.




Salió del útero de su madre un día de septiembre. Corrió como el campeón de mil juegos al primer lugar del podio. En su vida jugó al billar, al metegol, y más.
El hijo que fue puso sus pies en subterráneos escondidos, en esos trenes que la tierra un día decidió devorar para sí.
Supo volar un río de nada, rodeando islas coloridas montado en una bicicleta remendada, llevando una revista bajo su brazo izquierdo casi siempre a las cinco de la tarde o después.
También aprendió a ser un ángel descarriado robando hojas a los árboles de su isla. Isla a la que llegaba con su bote a remo, cansado como un numeroso ejército formado por egipcios desamparados, con hambre de porotos y otras cosas.
Ese chico y ese ángel conocieron a los anarquistas convencidos que con una bomba poderosa destruirían escritorios amontonados, los que los barrenderos de la noche llevarían en desfiles enfilados hacia el parque de diversiones de la ciudad.
Esa ciudad llena de vagones solitarios, como Noé, los animales y su arca perdida en una India enorme sin pesebre de nacido.
El chico, como un ángel, vivió una tormenta de vida, con farras ausentes.
Al fin terminó su día, llegó a su casa y se sacó los extraños zapatos de siempre.


GRACIELA AMALFI-29/08/2010.

lunes, 23 de agosto de 2010

Mi sonrisa dibujada.

Mi sonrisa dibujada.


Elijo el salón perfecto ubicado en un barrio elegante, a mano de todo. Sobre una calle ancha, transitada, cerca de varias paradas de colectivos. De esa manera evito el pánico de los que temen andar por algunos barrios de la ciudad. Por la inseguridad de hoy, claro está.
El salón tiene varios ambientes, bien distribuidos. En uno de ellos están colocados unos hermosos sillones blancos aterciopelados. Cómodos. Para pasar una noche relajada. Sillones que me hacen acordar a los del living de mi casa, la única diferencia es que los míos son negros.
La gente de mi edad no sentirá el peso de las horas si están cómodamente sentados. Los más jóvenes, podrán ocupar las banquetas o los lugares para sentarse al aire libre.
Hay un jardín repleto de árboles y bien iluminado. Las enredaderas trepan por el infinito de las paredes. Sus vidas no tienen fin, continúan y continúan.
“Estacionamiento exclusivo, seguridad las veinticuatro horas, calidez y atención personalizada”, reza la oferta de la empresa por la que me decido. Acá se dibuja mi primera sonrisa. Me gusta mi elección. Al fin de cuentas me la merezco.
Quiero que todos estén cómodos, mis invitados y los que no lo son, porque siempre cae alguno a “caretear”.
Esta es una fiesta muy especial para mí. Ojalá todos se queden con el mejor recuerdo de esta fiesta.
Los primeros invitados empiezan a llegar. Cada uno viene a saludarme. Los recibo con una sonrisa dibujada, se acercan, me besan y algunos me abrazan.
Hablando de caretear. -Ahí viene Julián, mi compañero de trabajo, ese imbancable tampoco se la pierde. Quisiera no saludarlo, pero al acercarse no tengo más que mostrarle mi sonrisa dibujada.
Me imaginé que una de las primeras en llegar sería Consuelo con sus pinturas sobresaliendo a su cara y Jerónimo, su marido, siempre gordo y mal vestido. Y sí, ahí están los dos entonando sus frases tan vulgares.
En la sala principal se encuentra el mobiliario más importante, el que no puede faltar. Realizado totalmente en madera de cedro natural con hermosos herrajes florentinos. Bordes ondeados y buen tapizado. De buen gusto.
Mis hijos se lo pasan alrededor de mí. Yo sé que llevo en mis huesos algo más de medio siglo, pero no es para que se me pegoteen tanto. Son muchas personas y me están asfixiando. Si pudiera escapar y salir corriendo dejaría tirada en el piso mi sonrisa dibujada.
¡Cuánta gente! De todas las edades.
Y yo sigo con mi sonrisa dibujada. Mi sonrisa parece estar dibujada sobre un mármol de carrara, se enfría a medida que corren con furia las agujas de los relojes. De todos modos estoy bien, radiante.
La fiesta recién empieza. Tenemos para unas cuantas horas. Es mi antojo, lo quiero así.
Quisiera que este agasajo durara una eternidad. Si pudiera amuraría todos los tiempos, todas las cosas y haría un stop en mi mundo de hoy.
La gente entra, sale, se mueve, va al jardín, toma un trago, come un sándwich. Más tarde llegan el café y las masitas finas.
Está entrando Marcela, es mayor que yo pero no se pierde una, quien la ha visto y quien la ve. Ese vestido a rayas con el moño rojo me parece horrible. Nunca tuvo buen gusto para vestirse, menos lo va a tener ahora que ya está algo vieja. Porque ésta siempre miente su edad, pero yo no me la olvido.
Al fin llega Martina mi compañera de secundaria. Bien escotadita que se vino la señora.
Desde mi lugar los puedo ver a todos y a cada uno. Escucho las risotadas de Ismael, siempre tan burdo. Podría ser un poco más caballero, dada la situación.
La música de fondo es tranquila. Preferiría ponerle más movimiento al entorno pero me dicen que no da para este acontecimiento. Tantos hombres y nadie se atreve a invitarme a bailar, tendré que ser yo la primera. Deben esperar que de la voz de largada. Me olvidé de comprar el cotillón. Convengamos que nunca me gustaron mucho las fiestas.
Todo lo adornan con demasiadas flores. Eso no me gusta, no me interesan demasiado las flores. Esas calas que están en el jarrón pegado a la columna aquella me desagradan. Menos mal que hay unas rosas rojas de ésas que me gustan.
En toda fiesta siempre falla algo. Esto es muy común.
El desfile es mucho, van llegando todos los invitados. Parece que en este sábado a la noche no tienen otra salida más interesante.
Los miro a todos y a cada uno, siempre con mi sonrisa dibujada. Un bosquejo de sonrisa que se pasea por todo el lugar, abraza a algunos y abofetea a otros. Habla, pregunta, se inquieta. Es capaz de sentir a través de la piel los pasos de las agujas del reloj que tengo puesto.
Me estoy aburriendo de mi sonrisa dibujada. Estar así tan en pose para la presentación ante todos, me pone incómoda. Pero no puedo hacer otra cosa. La fiesta ya empezó y debe seguir hasta el final.
Corre un aire fresco que se asoma desde el jardín y me trae el aroma de alguna de esas flores que en cualquier momento me van a hacer estornudar. Mejor no me muevo mucho porque se me va a correr la pintura y tengo que dar una buena imagen. Así todos se irán felices.
Seguro que de más de uno recibiré una crítica o algún comentario nada halagador. La verdad es que no me importa, ya no me importa.
Amanece.
Las tazas de café corren como un río caudaloso hasta el precipicio más cercano.
Esas calas del jarrón parecen estirarse cada vez más para mirar mi cara. No me gustan nada, ni poco, ni mucho.
De repente se colma el lugar.
La fiesta está llegando a su fin.
Ya me acostumbré a mi sitio. Por suerte elegí un tapizado bien mullido con detalles que lo embellecen como es una puntilla elastizada blanca.
Se acercan dos caballeros con traje gris y moño negro. Para aliviar los instantes críticos realizan un moderno procedimiento de sellado que reemplaza a la tradicional soldadura.
Y sigo con mi sonrisa dibujada la que ahora encierran en mi féretro elegido.

GRACIELA AMALFI


miércoles, 18 de agosto de 2010

Autobiografía microscópica









Autobiografía microscópica.


Nací en un pueblo de tierra suelta y libre, de casas alejadas y ajenas, de chicos corriendo por las calles sin veredas, donde huyeron la plaza y la iglesia un día de esos en que mi abuelo se distrajo.
En la escuela me dejé encandilar con los números, armar y desarmar cuentas era mi pasatiempo preferido en ese pueblo de tierra y casas alejadas, de chicos sin plaza y ancianas sin un hueco para amasar sus oraciones.
Tiempo después protagonicé una historia de religiones superpuestas, de santos y vírgenes luchando por el altar más alto en un templo fugitivo y ausente.
A los veinte años ya vivía en una ciudad de asfalto apretado y preso, de casas encimadas y de todos. Ciudad de plazas esmaltadas, de iglesias vacías, de estatuas y de altares, de jóvenes estudiantes.
Fue cuando conocí a un hombre de un lugar lejano, sin religiones ni creencias, sin números en su memoria. El envolvió con sus ideas filosóficas mi mundo de pueblo, de matemáticas, sin plazas y sin santos a quienes no rezar.


GRACIELA AMALFI.

miércoles, 11 de agosto de 2010

BARCO










BARCO.

Oigo un ruido que traspasa mis tímpanos como un trueno místico y al levantarme de mi cama armada y en ruinas, observo el choque de un barco dando contra el suelo de mi isla. Justo en la entrada que inventé un día nublado en el que estaba muy aburrida.

El barco rompe su popa contra la piel de mi hemisferio. Me confunde, me inquieta, me roba la paz.

Ese barco grande y de colores encalla en la más bonita del Caribe. Sus habitantes, que son pocos, sorprendidos ante esta situación tienen miedo y se esconden en sus casas precarias desde donde espían los movimientos de los tripulantes.

La isla, desnuda, se ve invadida por ese barco mugriento y con hombres sucios, que sólo quieren dormir en tierra firme.
Cosas de…piratas.


GRACIELA AMALFI.

lunes, 2 de agosto de 2010

La estantería vacía.













LA ESTANTERÍA VACÍA.

Cuando llegué a casa después de ese corto viaje, dejé el bolso en el living y fui hacia mi escritorio.
Miré a la biblioteca, la indagué, la observé.
Yo buscaba un libro que ella tenía en alguna de sus estanterías.
Mi libro de tapa roja faltaba a mi cita.
El mueble de madera me miraba con desaire y recelo.
Esos folios encuadernados eran suyos. Yo no tenía derecho a reclamarle nada. Nuestras miradas se juntaron en el mismo rincón, el del lado derecho pegado a la ventana.
Lo ví.
Ahí estaba mi libro rojo, el que había olvidado llevar a mi viaje.
El mismo que la maldita biblioteca acababa de tragar para nunca más escupirlo...
GRACIELA AMALFI.

viernes, 23 de julio de 2010

LA MOSCA ALUCINADA



La mosca alucinada.

La mosca se deslizaba por la ventana. La ventana era su alucinación.
Alucinación de objetos olvidados. Olvidados por el dolor de la carne putrefacta.
Desde el principio supe que el bicho patinaba en mi ventanal sin arrugas. Más tarde comprendí que el bicho patinaba como un bailarín sin preámbulos.
La mosca patinaba con olor a dulce. La mosca patinaba con una gracia divina.
La mosca apretaba sus patas pequeñas, moría con el ruido de la noche, imitaba a las estrellas colgadas, sonreía a los visitantes.
La mosca alucinaba. La mosca alucinaba y corría escapándole a la música. La mosca alucinaba caminando hacia la vejez de todos.
Su alucinación la convirtió en mariposa, la mariposa la convirtió en paloma, la paloma en golondrina y al final, escapó buscando otro ventanal donde comenzar su historia.


GRACIELA AMALFI

domingo, 18 de julio de 2010

La figura de mi patio.







La figura de mi patio.

Me miraba desde la ventana de mi escritorio que daba al patio de casa. No dejaba de mirarme a modo de controlador o de espía o de quien quería manejar mi vida.
Al principio sentí cierta antipatía por él, luego, a medida que pasaba el tiempo me acostumbré. Sus ojos verdes de vidrio, su piel blanca y su textura toda tan delgada lograron impresionarme las primeras veces. Al principio.
Estaba siempre ahí en el mismo lugar, parado o sentado, según su antojo. Lo veía cómodo y seguro. De ese corpúsculo casi imperceptible no salía ningún ruido, ni silbido, ni algo.
Después de tanto tiempo de hacerme el que lo ignoraba creo que el otro día se dio cuenta que yo lo había descubierto ahí parado o sentado.
Me pareció que se sintió incómodo cuando notó que su presencia era perceptible para mí.
Los ojos de vidrio pasaron a opacarse, la piel se puso algo pálida y su textura siguió igual de blanca.
Nuestras miradas se esquivaban, hasta que de repente chocaron como un montón de ojos. Me sentí atraído por esa presencia y a él parece que le pasó lo mismo.
Anoche le sonreí a modo de aprobación y su cara tomó un color a manzana encerada.
Le hablé, lo invité a pasar. Me hizo un signo de negación con su cabeza llena de pelos blancos enredados.
Abrí la ventana a pesar del frío y él se alejó. Me sentí molesto.
- Desde hace meses que está mirándome y ahora siente miedo, qué raro que es- pensé.
Ignorando su vergüenza, su timidez o lo que sea agarré uno de mis cuentos impresos y se lo leí. Era mi preferido: “La salida semanal”. Terminé, y al levantar la vista para ver su cara, noté que por sus pómulos empezaban a caminar, como en fila india, una lágrima tras otra.
Me sentí raro. No supe qué hacer. Le estiré mi mano para que entrara a mi escritorio.
Se negó otra vez.
-Qué tipo extraño, me repetí.
Empecé a leerle más cuentos míos, de ésos que me salen así de repente y sin pensarlos demasiado.
Veía en él gestos de aprobación, y otros de dudas. Pensé en hartarlo con tanta lectura. No quedaba otra, o entraba o se iba.
Al ver que la situación no variaba, yo adentro y él afuera, tomé un poncho bien abrigado, ése que uso en las insomnes noches de invierno, y salí al patio por la ventana para no perderlo de vista.
Me acerqué a él y cuando quise tocarlo noté que mi mano paseaba por su cuerpo, entraba y salía, daba vueltas y volvía a meterse entre sus articulaciones, en sus huesos, en el vidrio opacado.

Me aferré fuerte a mi poncho como un chico que tiene miedo a caerse, entré a mi escritorio algo desconcertado.El estaba siempre ahí, y cuando quería me prestaba atención, y cuando se le antojaba se sentaba cómodo en la silla del patio y ni me registraba. Desde ese momento no puedo dejar de mirarlo cada vez que decido poner un acento, una coma o un desenlace final a mis cuentos…





GRACIELA AMALFI-15 DE JULIO DE 2010.

sábado, 10 de julio de 2010

La novena víctima.














La novena víctima.


El hombre se llama Ezequiel Acevedo. Es alto, flaco, salvaje, sus ojos aparecen como espejos que corren a la noche. El aguarda como horas desobedientes el salir de su novena víctima. Ella es una cajera de un banco del barrio de Belgrano, es como una niña que juega en su cielo, en su bosque, en su plaza.
Ezequiel se siente atraído por la mujer. Esta mujer que le agrada y le apasiona. La espera salta y escribe en su mundo amenazante y pestilente.
Cada día se acerca a él como una sombra, el negro y desnudo recuerdo de su madre, quien murió en medio de un tiroteo malvado y vacío que aturdía contra el otro lado de la calle.
Mira su reloj, las agujas pálidas apuntan hacia la hora de salida de la joven cajera. Las voces de alrededor proyectan su historia en la espera.
Suena una alarma, llegan dos patrulleros, una ambulancia, la gente del interior irrumpe en su paisaje.
Ella no sale. Ezequiel enmudece como una nube que llora en el piso al acecho de un humo desesperanzado.
Laura es llevada como el otoño que vuela en bocanadas. Sale sobre una camilla verde acariciando el basural de la mente asesina.
El hombre llora, grita, alucina. Se rompe en la vereda como un mar en la cascada.
Su novena víctima se le escapó, destruyó su esperanza de volver a matar.

GRACIELA AMALFI.

lunes, 28 de junio de 2010

La carrera eterna.










La carrera eterna.



El pueblo con la palpitante luz ausente de antaño y las calles angostas, siempre desiertas. A media cuadra de la plaza está la pensión donde vive Julián.
Cada medianoche el muchacho empieza su travesía. Travesía sin color, con olor a humedad olvidada.
Julián alarga sus piernas flacas, las estira como si fueran un elástico interminable.
Corre. Otra vez corre.
A su lado derecho desata su carrera el río sucio, tramposo y agazapado. La enredadera de juncos atraviesa el agua y entorpece su paso. Sus piernas se alargan, atraviesan el matorral con bronca amontonada como un bollo de papel.
La noche ya se ha hecho adulta. Sin estrellas, sin luna, sin palabras.
Tropieza. Otra vez tropieza.
Escucha la marcha descarada y mugrienta del agua que lo salpica y lastima su piel como una hoja de afeitar recién afilada.
Su pantalón ya está roto, su camisa pierde pedazos a cada bocanada de sus pies grandotes y perezosos.
Las zapatillas dejaron su color en alguna parte del camino sinuoso y animal.
Sus ojos sobresalen de su órbita perfecta como si quisieran llegar primero que él.
Estar al final del camino es su deseo más grande hoy.
La noche lo envuelve con su agonía oscura, lo abraza amarrando su deseo. Él logra escaparle a la negrura que con impaciencia intenta detener su marcha. Sus pulmones se llenan una y otra vez de aire nuevo.
Corre. Sigue corriendo.
El final y su meta: ahí está su secreto escondido.

Pasan una hora, dos, tres. Julián corre sin pensar.
Ya ve esa figura imaginada cada noche. Es ella. Le susurra una frase de amor. Palabras sacadas del libro de poemas que descansa en la mesita de luz de la pensión .Con un abrazo doloroso, de duelo y tristeza, su boca se hace pálida. La enceguece, la aprieta, la rompe.
La mujer escapa aferrándose a la enredadera de juncos. Desaparece en la mugre del río.
Ella ya no está.

Las piernas de Julián tienen sueño. El sueño viene y ellas se dejan volar entre juncos, el río, el camino.
El regreso se hace lento y con olor a fiebre.
El río ahora es limpio, pulcro, perfumado.
La enredadera pierde su forma para hacerse frontal e infame.
Son las seis. Llega a su habitación. Se mete en la cama. Nadie nota su ausencia, ni siquiera el gato que duerme en el extremo derecho de la manta.
La carrera terminó. Julián está feliz. Otra vez ha podido llegar al final.
Otra vez ha podido besar a la mujer que cada noche lo espera allá. Esa mujer que sólo es parte de su imaginación y a la que todavía no le puso un nombre.
La prefiere así, sin nombre, por temor a que otro pueda también nombrarla.


GRACIELA AMALFI.

miércoles, 23 de junio de 2010

La fábrica viva












La fábrica viva.


Todavía puedo imaginar a esa fábrica viva. La recorro, subo sus escaleras, veo las maquinarias con su ruido quebradizo. Los obreros dando forma a mil figuras de plástico, de colores dispares, de tamaños distintos.
Recuerdo al capataz, a quien llaman “Don José”. El hombre con voz tenebrosa y fatigada dirigiendo a “su tropa”. Esa tropa fiel y contenta en medio del rodar de las máquinas y del acento de los motores.
Camino unos pasos más adentro y llego al depósito repleto de materia prima, lista para sufrir la más linda metamorfosis. Metamorfosis que le da vida a la nada.
Alguien saca de su mochila una cámara fotográfica de las antiguas. Todos posan al llamado del flash que absorbe las imágenes en blanco y negro.
Hoy esas fotos cuelgan de las paredes humedecidas por el abandono. Esas fotos llenas de vida de antes, de vida que no es.
Hay fotos de mujeres sonrientes de pelo largo, con la piel lisa y también de las otras , las de pelo cano y con surcos bien marcados.
Hay fotos de hombres serios, sin barba en su cara, pelo corto, sin bigote y también de pelo largo y lacio, con patilla ancha.
El tiempo corre enigmático al compás de los despidos. Ya no son cien trabajadores, ahora son ochenta, ahí nomás sólo sesenta y así hasta el final.
La fábrica se cierra .Enmudece. Calla.
Miro alrededor. Observo el desconcierto, huelo el resentimiento, toco las cachetadas de la desidia de su dueño.
…………………………………………

Sigo avanzando en mi recorrido. Ya no imagino. Ya no pienso. Ya no es ficción.
Ahí en mi camino choco con unos cuantos, esos cuantos que todavía están.
Son una veintena de personas que están escribiendo, pintando, tallando.
Esos cuantos son los mismos que hasta hace unos años vivieron de esta fábrica. Son los mismos que eligieron no perder su espacio, su lugar, su vida y están hoy enseñándoles a otros mismos a escribir, a pintar, a realizar figuras.
Me integro al grupo, les hablo, les pregunto. Me invitan a sentarme en una de esas sillas. Sillas que tiemblan al miedo impregnado en ellas. Charlamos. Cuentan la historia de cada uno de ellos, la de antes y la de ahora. Dicen que se los quiso desalojar pero que ellos siguieron firmes cada uno en su puesto. Puesto de combate, puesto de valientes. Compartimos unos mates amargos, más historias largas y cortas. Contamos chistes para endulzar la yerba apretada por el calor del agua.
Tomo varias fotos. Fotos en colores y con una cámara digital, de las modernas, de las de ahora.
Debo irme. Termina la charla. Se vacían tres termos, se escapa un río de palabras. Abandono mi asiento gastado, el mismo que emite un quejido de despedida.
Los felicito por estar luchando por su espacio. Los aliento a seguir.
M e voy de esa fábrica llamada FADEP, fábrica de plásticos.
Tomo un colectivo de la línea 71 y llego a la redacción con la nota escrita, fotografiada, vivida. Me están esperando mis colegas para diagramar una nueva revista. Revista que saldrá de la oscuridad en quince días. Entre todos elegimos el título de la nota: “Estas cosas pasan hoy en mi país y sé que muy pocos las conocen”.
Días después cayó desde mi maletín una de las fotos en blanco y negro que tomé aquella vez en la fábrica. Agarré la foto y pude ver su alegría de volver a vivir, igual que la fábrica donde nació.

Ahora la fábrica y el papel hecho foto transitarán juntos el camino de la vuelta y de la lucha.
La fábrica, la foto, el blanco y negro y mi nota periodística sintieron la pasión acumulada en medio de la esencia de cada uno. Pasión de años, de historia, de maquinarias abandonadas, de personas sin trabajo, de periodistas de verdad.
Hice ampliar la foto y la colgué en mi escritorio como testimonio de un momento, de un ahora, de un día de agosto de 2009.
Graciela Beatriz Amalfi-.

Apegos feroces, de Vivian Gornick