Kumiko…danzando. Parte J
La llegada de las vacaciones coincidía con el fin de clases, era obvio y natural.
Mi primo Louis cumplía sus 21 años y haría una fiesta importante en la casa paterna, en New York. La lista de invitados abundante y variada: Muchos amigos de la universidad, toda la familia y su prima de nombre oriental Kumiko. Mi nombre seguía sorprendiendo a la gente tanto como a mis amigas del secundario desde aquel primer día de clases.
Los preparativos para el cumpleaños se transformaban en trajes, vestidos, puntillas, peinados, pinturas. Todo aquello que hacía resaltar la belleza de damas y caballeros.
El Ford azul se preparaba con brillo y galantería para desplazar hasta la ciudad a los tres invitados de la familia Hayashi, mi familia.
Ese mediodía me acerqué a mi árbol, el árbol que hacía doce años había surgido de una semilla negra y redonda, la más chiquita, la que yo había elegido entre doce semillas distintas.
Tal vez hubiera alguna semejanza entre mi amor genético por los árboles y el significado de mi apellido.
-Bosque, significa bosque-me dijo el abuelo en aquella oportunidad. Una niña de seis años que quería saber el origen de Hayashi.
Mientras tanto la casa estaba siendo cercada por un movimiento inusual, la recorrían tacos y zapatos acordonados, la corbata rayada de papá y el vestido de gasa de mi madre. En el fondo del jardín estaba yo mirando a mi árbol. Sus hojas me hicieron un guiño de despedida y flotaron por un aire de viento suave empujándome a entrar a la casa y a prepararme para la fiesta antes de que empezaran los reproches de mis padres.
Di media vuelta y mis pasos empezaron a trazar un camino hacia la casa, giré la cabeza dos veces y lo vi, ahí, en ese mismo lugar que habíamos elegido el abuelo y yo años atrás.
Papá apretó el acelerador más de la cuenta y el auto salió a plena carrera hasta la ciudad. Teníamos muchas millas que recorrer. No había sido buena la idea de viajar tan tarde. El calor apretaba nuestras ropas en un cuerpo que iba inundándose de cansancio.
Llegamos a la fiesta sobre la hora. Extenuados. Mi cabello había sufrido un desarreglo apreciable, el vestido fue invadido por arrugas y los zapatos nuevos mostrarían un gesto de desagrado a la hora del baile.
En el último de los tres escalones que separaban la entrada principal del salón de la casa, donde se llevaría a cabo el agasajo, estaba Louis. Salió corriendo a abrazarnos.
-Pensé que no llegarían, nos dijo.
Entramos saludando a los invitados. Entre todos sumábamos alrededor de sesenta. Busqué ese negro azabache de unos meses atrás y no lo encontré. Mi cara sufrió la primera decepción de ese verano.
-Y bueno que empiece el baile, dijo mi primo después del brindis.
Me tomó del brazo y empezamos a bailar, mi cuerpo daba vueltas y giraba como loco, mis zapatos querían huir. La música siguió sonando y en medio de un fondo sonoro suave alguien robó mi brazo derecho a Louis y siguió marcando el compás de los instrumentos. Mi cara se iluminó con una dicha enrojecedora y de color seda, al ver ante mí un par de ojos negros que atraparon y enceguecieron mi mirada. Era él, René, el compañero de estudios de Louis.
La música eternizaba el encuentro. Parejas armadas al azar y otras formalizadas encontraron su baile en medio del salón. Yo era feliz.
Los instrumentos apagaron su vozarrón y cada personaje regresó a su asiento. Sólo René y yo dibujábamos en el piso de mármol una música sin oídos y repleta de color. Me olvidé de los invitados, de Louis, de mis padres, de mi yo.
Mis zapatos pedían a gritos salir de su lugar, mi cabello volaba y caía sobre mis hombros en cada movimiento, el vestido lucía como un privilegiado en medio de esa fiesta y mi cintura se sentía agazapada por ese brazo fuerte que me sostenía en cada cambio de compás.
La alfombra roja abrazaba los caireles de la araña que colgaba en medio del salón y ellos, todos juntos, acariciaban nuestros cuerpos con una suavidad incauta y sensual. La música nos atrapaba entre decibeles y do, re, mi. Girábamos en un planisferio hecho para nosotros.
El mundo nos miraba o no. No importaba. Estábamos juntos, René y yo.
-Piensa, Kumiko, siempre piensa-decía el abuelo en mis oídos ausentes.
Ese día fue la primera vez que me enfrenté con el amor cara a cara.
Ese día marcó mi ruta a seguir durante mis próximos años.
Ese día mi vida sacó un pasaje a un mundo desconocido.
GRACIELA AMALFI-21-11-2010
La llegada de las vacaciones coincidía con el fin de clases, era obvio y natural.
Mi primo Louis cumplía sus 21 años y haría una fiesta importante en la casa paterna, en New York. La lista de invitados abundante y variada: Muchos amigos de la universidad, toda la familia y su prima de nombre oriental Kumiko. Mi nombre seguía sorprendiendo a la gente tanto como a mis amigas del secundario desde aquel primer día de clases.
Los preparativos para el cumpleaños se transformaban en trajes, vestidos, puntillas, peinados, pinturas. Todo aquello que hacía resaltar la belleza de damas y caballeros.
El Ford azul se preparaba con brillo y galantería para desplazar hasta la ciudad a los tres invitados de la familia Hayashi, mi familia.
Ese mediodía me acerqué a mi árbol, el árbol que hacía doce años había surgido de una semilla negra y redonda, la más chiquita, la que yo había elegido entre doce semillas distintas.
Tal vez hubiera alguna semejanza entre mi amor genético por los árboles y el significado de mi apellido.
-Bosque, significa bosque-me dijo el abuelo en aquella oportunidad. Una niña de seis años que quería saber el origen de Hayashi.
Mientras tanto la casa estaba siendo cercada por un movimiento inusual, la recorrían tacos y zapatos acordonados, la corbata rayada de papá y el vestido de gasa de mi madre. En el fondo del jardín estaba yo mirando a mi árbol. Sus hojas me hicieron un guiño de despedida y flotaron por un aire de viento suave empujándome a entrar a la casa y a prepararme para la fiesta antes de que empezaran los reproches de mis padres.
Di media vuelta y mis pasos empezaron a trazar un camino hacia la casa, giré la cabeza dos veces y lo vi, ahí, en ese mismo lugar que habíamos elegido el abuelo y yo años atrás.
Papá apretó el acelerador más de la cuenta y el auto salió a plena carrera hasta la ciudad. Teníamos muchas millas que recorrer. No había sido buena la idea de viajar tan tarde. El calor apretaba nuestras ropas en un cuerpo que iba inundándose de cansancio.
Llegamos a la fiesta sobre la hora. Extenuados. Mi cabello había sufrido un desarreglo apreciable, el vestido fue invadido por arrugas y los zapatos nuevos mostrarían un gesto de desagrado a la hora del baile.
En el último de los tres escalones que separaban la entrada principal del salón de la casa, donde se llevaría a cabo el agasajo, estaba Louis. Salió corriendo a abrazarnos.
-Pensé que no llegarían, nos dijo.
Entramos saludando a los invitados. Entre todos sumábamos alrededor de sesenta. Busqué ese negro azabache de unos meses atrás y no lo encontré. Mi cara sufrió la primera decepción de ese verano.
-Y bueno que empiece el baile, dijo mi primo después del brindis.
Me tomó del brazo y empezamos a bailar, mi cuerpo daba vueltas y giraba como loco, mis zapatos querían huir. La música siguió sonando y en medio de un fondo sonoro suave alguien robó mi brazo derecho a Louis y siguió marcando el compás de los instrumentos. Mi cara se iluminó con una dicha enrojecedora y de color seda, al ver ante mí un par de ojos negros que atraparon y enceguecieron mi mirada. Era él, René, el compañero de estudios de Louis.
La música eternizaba el encuentro. Parejas armadas al azar y otras formalizadas encontraron su baile en medio del salón. Yo era feliz.
Los instrumentos apagaron su vozarrón y cada personaje regresó a su asiento. Sólo René y yo dibujábamos en el piso de mármol una música sin oídos y repleta de color. Me olvidé de los invitados, de Louis, de mis padres, de mi yo.
Mis zapatos pedían a gritos salir de su lugar, mi cabello volaba y caía sobre mis hombros en cada movimiento, el vestido lucía como un privilegiado en medio de esa fiesta y mi cintura se sentía agazapada por ese brazo fuerte que me sostenía en cada cambio de compás.
La alfombra roja abrazaba los caireles de la araña que colgaba en medio del salón y ellos, todos juntos, acariciaban nuestros cuerpos con una suavidad incauta y sensual. La música nos atrapaba entre decibeles y do, re, mi. Girábamos en un planisferio hecho para nosotros.
El mundo nos miraba o no. No importaba. Estábamos juntos, René y yo.
-Piensa, Kumiko, siempre piensa-decía el abuelo en mis oídos ausentes.
Ese día fue la primera vez que me enfrenté con el amor cara a cara.
Ese día marcó mi ruta a seguir durante mis próximos años.
Ese día mi vida sacó un pasaje a un mundo desconocido.
GRACIELA AMALFI-21-11-2010
Grande, Kumiko.
ResponderBorrarBuezas
Creo que no salió, algo hice mal.Pero te repito que el personaje es cada vez mas encantador.Me gusta .Crece.Ricardo
ResponderBorrarPero qué lindo Graciela. Qué hermoso primer amor. Te felicito.
ResponderBorrarKUMIKO CRECE, PIENSA Y EMPIEZA A HACER ESTRAGOS...!!! BRAVO POR KUMIKO!!!! ME ENCANTA....!!!! LILI LA MUSIQUERA
ResponderBorrarSigue KumiKo por la vida, juntos la acompañamos. Felicitaciones
ResponderBorrar"Ese día mi vida sacó un pasaje a un mundo desconocido"
ResponderBorrarVaya, Kumico, eso me suena familiar...
Un abrazo Grace.
Muy buena la trama Gra! El personaje de Kumiko es encantador, vive , sueña y hace lios igual que cualquiera de nosotros...jajaja...Te felicito amiga, Que buena historia! vamos por mas, eh...
ResponderBorrarBeso grande Gra! Ale Insaurralde
ojala nunca terminara la historia de kumiko.
ResponderBorrarme fascina y me da esperanzas su ternura
silvina vicente