Kumiko…la ópera. Parte H.
Ese 17 de noviembre era un día muy especial. Para mí casi enigmático. Doblemente enigmático. Se conmemoraba un año más de la fundación de la ciudad que me cobijaba desde hacía cinco años: Boston, y además esa noche presenciaríamos una ópera.
El espejo de mi habitación me observaba con un gesto cómplice. Tomaba distintas formas según mi pose. Parada enfrente de él mi imagen chocaba en su transparencia y me devolvía una figura delgada y fina. El vestido rojo carmín de terciopelo a media pierna, apretaba mi cuerpo como un amante fugaz, fruncía su tela en mi cintura y estaba acompañado por un par de zapatos negros de tacos altísimos. Los tacos ayudaban a aumentar mi estatura que no era muy destacada. El chal de seda, que me había hecho la tía vieja y arrugada de tanta bondad, me abrazaba y lucía hermoso sobre mis hombros. El atuendo estaba conformado con un dinamismo distinguido, propio de los años cuarenta. Años jóvenes, años de estudiantes, años de nostalgia.
Los rizos de un dorado gastado, como los de mamá, colgaban inquietos formando parte del vestuario.
Por el colegio corrían risas y sonrisas posándose en donde se les ocurriera, en alguna mesita de luz, en una cama o en la cara de nosotras.
Entre la algarabía sobrevolaba un manojo de nervios satisfechos de presenciar la ceremonia previa a nuestro primer encuentro con la ópera. Mezclarnos entre la gente era para las jóvenes una atracción más que maravillosa. Lo soñábamos desde que conocimos la noticia.
El perfume, regalo de mi primo Louis, perdió su encanto de meses y se derramó sobre mi piel, la acarició y emanó su fragancia por todo el cuarto, recorrió la escalera y llegó a la planta baja. Entre gestos y dudas se impregnó en mi cuerpo siendo otro compañero más en esa salida. Salida que a mí se me había antojado llamarla “cita de amantes”. Esto tenía que ver con mis pocos años y con la historia que sería interpretada en el teatro durante esa noche.
Llegó la hora de la partida. Treinta muchachas elegantemente vestidas estaban listas para recorrer las calles de Boston y llegar a “la cita de amantes”.
El telón se recogió de una manera majestuosa y entre decenas de cuerdas aparecieron ellos dos, los amantes. Ahí estaba yo en medio del escenario con un nombre falso “Violeta Valery” y él, “Alfredo Germont” sosteniendo mis manos. La fragancia de Louis lo sacudió haciéndole dar un paso hacia atrás, la suavidad de mi chal lo atrajo hacia mí y nos mantuvimos abrazados hasta que el público se puso de pie para vivar y aplaudir.
Cuando el silencio dio su grito de presente los dos aparecimos en medio de un campo parisino corriendo entre el verde y las flores de colores. Mis pasos y los de Alfredo se chocaron haciendo que rodáramos por el suelo como dos locos amantes.
El silencio, otra vez. Yo sola. Mi enamorado había huido. Las lágrimas empezaron a correr por mis mejillas que estaban pálidas y frías. Aparecí en una cama, con una tos violenta. Habitación de hospital con otras enfermas sufriendo sus pesares. En medio de mi agonía reapareció él. Estiró sus largos brazos y me mantuvo abrazada hasta el final, mi final.
Fui la primera en pararme y aplaudir con todas mis fuerzas. La obra magistral de Verdi penetró en mi corazón, llegó a mis entrañas y no quiso irse nunca.
“La traviata” se presentó ante mí como una extraviada que supo amar como yo lo haría alguna vez.
Como lo habían hecho Catherine y Heachcliff.
Como deben amarse dos enamorados repletos de pasión y juventud.
GRACIELA AMALFI- UN DÍA DE NOVIEMBRE DE 2010.
Ese 17 de noviembre era un día muy especial. Para mí casi enigmático. Doblemente enigmático. Se conmemoraba un año más de la fundación de la ciudad que me cobijaba desde hacía cinco años: Boston, y además esa noche presenciaríamos una ópera.
El espejo de mi habitación me observaba con un gesto cómplice. Tomaba distintas formas según mi pose. Parada enfrente de él mi imagen chocaba en su transparencia y me devolvía una figura delgada y fina. El vestido rojo carmín de terciopelo a media pierna, apretaba mi cuerpo como un amante fugaz, fruncía su tela en mi cintura y estaba acompañado por un par de zapatos negros de tacos altísimos. Los tacos ayudaban a aumentar mi estatura que no era muy destacada. El chal de seda, que me había hecho la tía vieja y arrugada de tanta bondad, me abrazaba y lucía hermoso sobre mis hombros. El atuendo estaba conformado con un dinamismo distinguido, propio de los años cuarenta. Años jóvenes, años de estudiantes, años de nostalgia.
Los rizos de un dorado gastado, como los de mamá, colgaban inquietos formando parte del vestuario.
Por el colegio corrían risas y sonrisas posándose en donde se les ocurriera, en alguna mesita de luz, en una cama o en la cara de nosotras.
Entre la algarabía sobrevolaba un manojo de nervios satisfechos de presenciar la ceremonia previa a nuestro primer encuentro con la ópera. Mezclarnos entre la gente era para las jóvenes una atracción más que maravillosa. Lo soñábamos desde que conocimos la noticia.
El perfume, regalo de mi primo Louis, perdió su encanto de meses y se derramó sobre mi piel, la acarició y emanó su fragancia por todo el cuarto, recorrió la escalera y llegó a la planta baja. Entre gestos y dudas se impregnó en mi cuerpo siendo otro compañero más en esa salida. Salida que a mí se me había antojado llamarla “cita de amantes”. Esto tenía que ver con mis pocos años y con la historia que sería interpretada en el teatro durante esa noche.
Llegó la hora de la partida. Treinta muchachas elegantemente vestidas estaban listas para recorrer las calles de Boston y llegar a “la cita de amantes”.
El telón se recogió de una manera majestuosa y entre decenas de cuerdas aparecieron ellos dos, los amantes. Ahí estaba yo en medio del escenario con un nombre falso “Violeta Valery” y él, “Alfredo Germont” sosteniendo mis manos. La fragancia de Louis lo sacudió haciéndole dar un paso hacia atrás, la suavidad de mi chal lo atrajo hacia mí y nos mantuvimos abrazados hasta que el público se puso de pie para vivar y aplaudir.
Cuando el silencio dio su grito de presente los dos aparecimos en medio de un campo parisino corriendo entre el verde y las flores de colores. Mis pasos y los de Alfredo se chocaron haciendo que rodáramos por el suelo como dos locos amantes.
El silencio, otra vez. Yo sola. Mi enamorado había huido. Las lágrimas empezaron a correr por mis mejillas que estaban pálidas y frías. Aparecí en una cama, con una tos violenta. Habitación de hospital con otras enfermas sufriendo sus pesares. En medio de mi agonía reapareció él. Estiró sus largos brazos y me mantuvo abrazada hasta el final, mi final.
Fui la primera en pararme y aplaudir con todas mis fuerzas. La obra magistral de Verdi penetró en mi corazón, llegó a mis entrañas y no quiso irse nunca.
“La traviata” se presentó ante mí como una extraviada que supo amar como yo lo haría alguna vez.
Como lo habían hecho Catherine y Heachcliff.
Como deben amarse dos enamorados repletos de pasión y juventud.
GRACIELA AMALFI- UN DÍA DE NOVIEMBRE DE 2010.
Excelente, Gabriela!!
ResponderBorrarFabio
Lo sigo con atención, Graciela. Con alguna sonrisa y alguna lágrima que se ha deslizado por mis mejillas.
ResponderBorrarUn abrazote.
ME GUSTA COMO CRECE KUMIKO, ME GUSTA EL MISTERIO QUE VAS DESENTRAÑANDO CON MUCHA HABILIDAD...!!!! ESTOY ANSIOSA DE QUE LLEGUE LA PARTE I..... GRACIAS BESOS LILI
ResponderBorrarTodas las semanas conseguis emocionarme.
ResponderBorrarAdelante con Kumiko
Saludos
SILVINA
Impresionante!!!! Superó mis espectativas....Mágico!
ResponderBorrarNely
Encantada con tu relato Grace. Lo fantástico predomina en él y envuelve al lector, es mi caso.
ResponderBorrarUn cariñoso saludo