lunes, 28 de junio de 2010

La carrera eterna.










La carrera eterna.



El pueblo con la palpitante luz ausente de antaño y las calles angostas, siempre desiertas. A media cuadra de la plaza está la pensión donde vive Julián.
Cada medianoche el muchacho empieza su travesía. Travesía sin color, con olor a humedad olvidada.
Julián alarga sus piernas flacas, las estira como si fueran un elástico interminable.
Corre. Otra vez corre.
A su lado derecho desata su carrera el río sucio, tramposo y agazapado. La enredadera de juncos atraviesa el agua y entorpece su paso. Sus piernas se alargan, atraviesan el matorral con bronca amontonada como un bollo de papel.
La noche ya se ha hecho adulta. Sin estrellas, sin luna, sin palabras.
Tropieza. Otra vez tropieza.
Escucha la marcha descarada y mugrienta del agua que lo salpica y lastima su piel como una hoja de afeitar recién afilada.
Su pantalón ya está roto, su camisa pierde pedazos a cada bocanada de sus pies grandotes y perezosos.
Las zapatillas dejaron su color en alguna parte del camino sinuoso y animal.
Sus ojos sobresalen de su órbita perfecta como si quisieran llegar primero que él.
Estar al final del camino es su deseo más grande hoy.
La noche lo envuelve con su agonía oscura, lo abraza amarrando su deseo. Él logra escaparle a la negrura que con impaciencia intenta detener su marcha. Sus pulmones se llenan una y otra vez de aire nuevo.
Corre. Sigue corriendo.
El final y su meta: ahí está su secreto escondido.

Pasan una hora, dos, tres. Julián corre sin pensar.
Ya ve esa figura imaginada cada noche. Es ella. Le susurra una frase de amor. Palabras sacadas del libro de poemas que descansa en la mesita de luz de la pensión .Con un abrazo doloroso, de duelo y tristeza, su boca se hace pálida. La enceguece, la aprieta, la rompe.
La mujer escapa aferrándose a la enredadera de juncos. Desaparece en la mugre del río.
Ella ya no está.

Las piernas de Julián tienen sueño. El sueño viene y ellas se dejan volar entre juncos, el río, el camino.
El regreso se hace lento y con olor a fiebre.
El río ahora es limpio, pulcro, perfumado.
La enredadera pierde su forma para hacerse frontal e infame.
Son las seis. Llega a su habitación. Se mete en la cama. Nadie nota su ausencia, ni siquiera el gato que duerme en el extremo derecho de la manta.
La carrera terminó. Julián está feliz. Otra vez ha podido llegar al final.
Otra vez ha podido besar a la mujer que cada noche lo espera allá. Esa mujer que sólo es parte de su imaginación y a la que todavía no le puso un nombre.
La prefiere así, sin nombre, por temor a que otro pueda también nombrarla.


GRACIELA AMALFI.

2 comentarios:

  1. Que bello amiga!
    Me quede con ganas de mas!!!
    Un abrazote!

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  2. Negrita, muy bueno!!!!!!!!!!!!
    Te felicito , me ha gustado mucho
    Y como dice Ana , nos qeudamos con ganas de más
    Besos de luz
    Monica

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Apegos feroces, de Vivian Gornick