domingo, 19 de junio de 2011

Feliz Día del Padre.



Para todos los padres vaya mi abrazo boticario en este día... y el más grande y especial para mi papá...
Acá comparto un cuento que escrbí hace unos años, que tiene que ver con algunas cosas de la vida de "Pochito", y otras son sólo un poco de ficción. La historia está basada en lo que escuché en mi casa desde chica...

¡ FELIZ DÍA DEL PADRE !



La fonda del niño.



Corría el año 1948. Hacía apenas un mes que Pedrito cumplía sus diez años.
- Pochito, levantate se hace tarde-, lo despertaba su madre Eulalia, todos los días a las seis y media. Había que apurarse porque aún estaba muy oscuro en el pueblo. Sin luces en las calles. El niño, esperaba la potente luz del tren, que pasaba siempre a la misma hora por la vía que estaba a media cuadra de su casa. Ese penetrante resplandor, le permitía recorrer las tres cuadras hasta la estación, sin tropezar con alguna piedra o cascote del suelo irregular.
“Pochito”, como lo llamaban todos, no tomaba ese tren. Sólo aprovechaba esa energía luminosa que le marcaba el camino hasta la fonda del pueblo. En ese sitio trabajaba el pequeño. Tenía que hacerlo, porque en su casa había tres hermanos muy chiquitos con mamá y papá. Además estaba por nacer la quinta hermanita. Costaba mucho mantener a toda esa familia con el humilde sueldo de su padre, policía del pueblo.
La fonda era un verdadero centro comercial. Allí llegaban todos los pueblerinos y gente de campo adentro, para comprar comestibles y llevar a sus ranchos. También pasaban un rato con sus amigos jugando un partidito al truco. Bebiendo una o dos ginebras, las que calentaban el espíritu, en esos inviernos tan fríos.
La actividad empezaba muy temprano, tempranísimo. Muchos de los visitantes eran los mismos tamberos. Luego de dejar la leche recién ordeñada en la enfriadora de una fábrica muy importante, se iban a la fonda del lugar. Hoy, “la fábrica”, como todos la llamaban, ya no existe. El crecimiento de las ciudades de alrededor hizo que ya no hiciera falta.
Pedrito ayudaba con todo lo que le pidieran: acercaba el maní a las mesas, la botella de ginebra con la etiqueta conocida por todos, varios vasos para llenar, alguno que otro cafecito. Colaboraba en preparar los productos comestibles, que los caballeros llevarían a sus casas. Era el único lugar del pueblo que tenía teléfono. Este era otro trabajo del niño: solicitar línea para los clientes a una central telefónica, ubicada a veinte kilómetros del lugar. Por esos años no era común hablar por teléfono, sólo por alguna emergencia o trámite.
Los visitantes llegaban al poblado en sus carruajes conducidos por caballos. Pedrito los ubicaba a todos estratégicamente para que ninguno se quedara sin espacio . Después se hacía necesario limpiar la bosta de esos animales. Parecía que ese ámbito era el sitio preferido por los animales para hacer sus necesidades fisiológicas. El niño iba de un lado para el otro sin parar. Alguno que otro cliente le daba cinco o diez centavos de propina.
Casi no tenía sueldo: un mate cocido con leche bien caliente con pan, por la mañana, y un rico plato de sopa al mediodía, antes de ir al colegio. El escolar estaba cursando quinto grado, era muy buen alumno. Eso afirmaba su maestra Filomena y la directora Adelaida, de la Escuela Nº 19. Única en el pueblo. Hoy todavía pasan por sus aulas los pocos niños que viven en esa población. Al colegio iba desde las doce hasta las dieciséis. Terminaba la clase y pasaba corriendo por su casa, ubicada entre el colegio y la fonda. Le daba a su madre las pocas o muchas moneditas recogidas durante toda su mañana, y volvía otra vez a su trabajo.
Ahora estaría ahí hasta las siete de la tarde. Coincidía con la vuelta del tren regresando desde la Capital Federal. Nuevamente el niño utilizaba la intensa luz para llegar a su casa…
¡Qué agotador había sido su día! Al menos los sábados y domingos no había colegio. Ah! y los domingos el pequeño empezaba su actividad recién a las nueve de la mañana.
Emocionante fue... cuando le tocó el turno de llevar la primera bandeja con cuatro copas de vino a la mesa de unos forasteros. Sus manos estaban temblando, nadie lo notó. El utensilio plano de acero inoxidable fue colocado perfectamente sobre el mueble. No se cayó ninguna gota de la colorida bebida alcohólica que contenían sus vasos. Valió la pena esa iniciación, los “extranjeros” le dejaron dos pesos de propina. ¡Qué buen día fue ese! Nunca olvidó esa fecha: siete de septiembre. No hacía tanto frío y estaba por llegar la primavera.
El sábado siguiente se permitió dar tres vueltas en la calesita pueblerina. La suerte estuvo de su parte y agarró la sortija por lo que pudo dar una vuelta más. ¡Bravo! Y así transcurría su vida: entre la fonda y el colegio, el mate cocido y la sopa, el tren… y su luz.
Pedrito cumplió sus diecisiete años, un veintitrés de febrero. Era un muchacho. Decidió irse del pueblo a una ciudad más grande. A la ciudad de La Plata.
Aún seguía pendiente del mismo tren de años, pero ya no corría al lado de la máquina con su luz emergente. Tomaba el papel de pasajero. Sentado en la clase pullman hasta llegar a la gran ciudad. Estudió. Regresó al pueblo con veintidós años. Graduado.
No podía olvidar su fonda, a la que visitaba siempre.
Hoy a sus 75 años, añora que ese lugar, su lugar de antaño, ya no exista. La muerte se llevó a la fonda. Como se lleva a todas las vidas de este mundo…

Graciela boticaria Amalfi.
Publicado en 14ª Torrente Nacional de Cuentos/Ediciones baobab/Buenos Aires/2008

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