miércoles, 10 de marzo de 2010

El abuelo Félix

EL ABUELO FELIX


Corrían los años 70 y algo más.
Cuando pasó.
Mi abuelo materno era un gringo bien gringo. Hijo de italianos venidos al país casi al principio del siglo XX. Nació por el mes de julio de 1901.
Sus ojos eran tan azules como todos los mares juntos, hermosos, bellos.
Nunca volví a ver unos ojos de ese color tan cielo, tan mar en calma.
Francisco era su nombre, pero todos le decían Félix, “don Félix “.
Según me contó mi madre, su abuela en realidad quería llamarlo así. Pero por esas cosas que pasaban en los pueblos del campo, se dio que se llamara Francisco en lugar de Félix.
Igual para poco sirvió.
Porque él era el abuelo Félix, don Félix, papá Félix.
Nunca quiso que lo tuteáramos.
-Eso es una falta de respeto, nos decía.
Ni sus seis nietos, ni sus tres hijas, ni la abuela Irene, entendían su filosofía del respeto. Pero igual “lo respetábamos” y lo tratábamos de USTED.
Mi abuelo paterno, era distinto, no pensaba igual. Claro, don Pedro siempre vivió en la ciudad.
El abuelo Félix era del campo, bien del campo.
-El mejor para las matemáticas, decían todos.
Mi madre y mis tías aún hoy lo repiten. El abuelo resolvía la más compleja cuenta numérica de la forma más rápida y de la operación matemática que le pidieras.
A veces me pregunto si mi atracción hacia esa materia la habré heredado de él.
Era un gringo corpulento, con mucho cabello cano, manos enormes.
Y sus ojos tan azules, como nunca he vuelto a ver. Esto ya se lo conté.
Un día de febrero de esos 70 y algo más, estaba yo en una habitación de mi casa.
Leyendo, tranquila, sin nadie alrededor.
Y no sé, oí algo dentro mío, si oí, digo bien, no sentí.
Oí una voz que me dijo:
- Mañana tu abuelo o tu papá se van a morir.
Inconscientemente hice mi elección.
Que pensamiento tan extraño, me dije.
No entiendo nada, qué significa esto, pensé.
Salí del cuarto.
Me fui a la cocina donde estaba mi madre.
No le conté nada. Cómo iba a contar semejante locura, semejante pensamiento.
Mi abuelo, ya viudo, vivía a unas cinco cuadras de casa.
Todas las tardes con mamá y mi hermano íbamos a visitarlo un rato.
Su casa era la más linda del pueblo y creo que aún lo sigue siendo. Lamento tanto que ya no sea de la familia.
Cuántos recuerdos escondidos ahí dentro, cuántas travesuras, cuántas risas, cuánto calor a familia.
Era la tarde del 26 de febrero, estábamos llegando a la casa del abuelo Félix. Una vecina se nos acerca y nos dice que el abuelo está tirado en el parque.
Salimos corriendo y sí: Ahí estaba.
La tijera de podar en su mano derecha, tirado en el suelo, los ojos semiabiertos.
Alguien salió corriendo a buscar a la única enfermera del pueblo.
Mi madre, la vecina y yo lo llevamos como pudimos hasta su habitación.
Qué pesado que era su cuerpo, ahora más que nunca.
Llegó la enfermera.
El ahí tendido en su cama, ella tratando de reanimarlo.
Yo miraba desde el pie de la cama.
El abuelo no volvía en sí.

Ya más no recuerdo.
Seguramente después llegó la ambulancia, mis tíos, mis primos.
No lo sé.
Sólo sé que ese día mi abuelo murió.
Nunca me animé a contarle esto a nadie.
Siempre cargué con esa culpa.
Mi cruz es si mi pensamiento atrajo a la muerte.
Pero, si yo no pensaba en ella, a los dieciséis años no se piensa en ella.
Y tampoco me animé a contarlo porque temía que pensaran que estaba loca, que alucinaba o inventaba cosas de jóvenes.
Lo raro, es que hoy con mis más de cuarenta años, tampoco me atrevo a contárselo a nadie.
Sólo quien esté leyendo esto conocerá mi secreto, mi duda, mi confusión.
Y al final…
Sólo recuerdo los ojos azules, tan azules…

4 comentarios:

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