domingo, 31 de octubre de 2010

Kumiko...y una pesadilla. Parte G.




Kumiko…y una pesadilla- Parte G

La llegada al colegio fue más alborotada de lo que hubiera imaginado. Ahí estaba en primera fila “la amargada” para ayudarme con mi maleta, más atrás Sallie y el resto de mis compañeras. Todas sabían de las noticias de mi familia y por eso supongo que le pusieron más sabor al reencuentro. Solté mi bolso de mano y el libro de papá, y corrí a abrazar a mis amigas. Llegué un rato antes del almuerzo por lo que pude mantener una charla relativamente larga con las chicas antes de comenzar con las clases de la tarde.
Me tendría que poner a tono con todos los temas que habían visto durante mi ausencia, pero eso no me preocupaba sabía que me ayudarían.
Esa noche no nos dormimos muy temprano, hablábamos bajito para que no nos oyeran y así evitar algún reto. Les hablé a mis amigas de mi casa, mis padres, mi árbol, les conté lo que había leído en el libro de papá. Todas querían leer la historia por lo que decidimos hacer una lista para que de forma ordenada el libro pasara de mano en mano. La única condición era que los personajes no podrían salir y entrar de sus páginas sino de una manera prolija y cauta. Ese volumen tenía muchos años y era invalorable para mi padre.
La charla se fue desvaneciendo de a poco y empezamos a entrar en nuestros sueños. Me costó mucho dormirme. Sueños precipitados golpeaban mi mente acomodándose por ahí, pero al mismo tiempo se derretían para que aparezca el insomnio. Cerraba los ojos y volvía a abrirlos. Los paisajes de mi casa, del tren y de la escuela se peleaban por aparecer y yo ahí en medio de ellos sin saber a cuál elegir. Mi mundo americano recorrió el hemisferio para detenerse en Yorkshire, Inglaterra.
Mi sueño se cayó en un grito que pedía socorro y me decía:
“-Déjame entrar, por favor, abre la ventana de la habitación, necesito ayuda.
La voz salía de la boca de una mujer joven. Rompí el vidrio del ventanal para que ella pudiera llegar a mi lado. Su figura era fantasmal, un espectro presentado ante mis ojos y tomando mi mano para sentir seguridad. La luz de la vela que estaba encendida en la habitación desapareció en el mismo instante en que la muchacha saltó por la ventana. Mis ojos enceguecidos no dejaban de ver esa figura que parecía embrujada. Me acerqué a ella para preguntarle qué hacía ahí, quién era y qué buscaba.
-Mi nombre es Catherine, me dijo con un tono de desesperación y dolor.
La habitación estaba a oscuras, ella y yo en el medio de ese negro y un mundo afuera desconocido por ambas. Tuve miedo.
De repente unos pasos empezaron a subir la escalera que nos separaba de la planta baja. La puerta se abrió sigilosamente. Apareció un hombre flaco, alto y con una enorme vela sostenida por su mano izquierda. Se acercó a nosotras y nos insultó con ademanes de violencia tal que hizo que las dos saliéramos de la habitación corriendo escaleras abajo. Allá tampoco había luz. Escapamos al jardín por la única puerta que se nos presentó delante. El hombre feo y oscuro nos perseguía. Estiró su mano escuálida y sepulcral para tomarme de un brazo. Yo grité. Grité una vez y dos y tres.”
Abrí los ojos y observé a Sallie que estaba abrazándome y diciendo:
“Kumiko, calla por favor. Una pesadilla atrapó tu descanso, es sólo una pesadilla. Despierta ya amiga.”
Me senté en mi cama. Miraba a Sallie sin poder concentrarme en ella, sólo veía a Catherine y a Heathcliff observándome con su sonrisa burlona.
La pesadilla había terminado. La calma se hizo presente en mi mente otra vez y con la compañía de mi mejor amiga pude retomar un descanso tranquilo.
A la mañana siguiente, intenté recordar lo que había sucedido en la noche, comprendí que mi inconsciente había logrado penetrar en el libro de papá.
-Raro sueño- le dije a Sallie, mientras desayunábamos, restando importancia al asunto. Pero en realidad lo pasajes por lo que había caminado mi inconsciente me tenían preocupada.

Pensaba. Recordando las palabras del abuelo: “Piensa Kumiko, siempre piensa”.

La primera materia de esa mañana fue Filosofía. El profesor nos introdujo en “La interpretación de los sueños” de Sigmund Freud.
Mi cerebro y mis sentimientos no pudieron evitar ciertas contradicciones.
Los enfrentamientos entre ambos recién comenzaban para ir creciendo con mis años, con mi árbol y con la travesía de mi vida, rebelde vida.

GRACIELA AMALFI-OCTUBRE 2010



domingo, 24 de octubre de 2010

Kumiko, pasajera de un tren. Parte F.









Kumiko, pasajera de un tren. Parte F


Acomodada en el asiento pegado a la ventanilla miraba como pasaban los árboles a través del vidrio sucio con tierra vieja. Me recliné en el asiento para dormir. Así, cómoda y relajada, mis recuerdos jóvenes y recién armados se chocaron para comenzar a dar vueltas por mi cabeza. Los fui atrapando como a ideas sueltas.
Apareció uno de hace dos días cuando corríamos con mamá por el parque para alcanzar a esa mariposa tricolor, a la que yo aseguraba que le había visto un número dibujado en su ala derecha. Reímos mucho. Terminé cansándome y en un mundo de pasto rodeando mi cuerpo y con el botín perdido en medio de su vuelo fugaz. Mamá hacía tanta bulla con su risa que llamó la atención de papá, quien mirando por la ventana de su escritorio ubicado en el primer piso de la casa, no pudo dejar de emitir una carcajada cómplice.
Regresamos al interior y tuve que cambiarme el vestido rojo con un bordado hecho por la tía de mi padre. Esa tía vieja, tan llena de arrugas como de bondad. Su nombre siempre fue difícil, yo solía cambiarle alguna letra y nunca logré pronunciarlo bien. Era de origen oriental como papá.
Al vernos entrar, él bajó a tomar la merienda con nosotras. Le conté la historia de la mariposa, su caza, mi rodar por el piso. Reía y me escuchaba dibujando una sorpresa en sus gestos, aunque había visto todo por el ventanal de arriba.
El escritorio de papá siempre fue un lugar místico para mí. Pensamientos de niña. Me invitó a ir a ese lugar. Una habitación cuadrada, con un escritorio inmenso y una biblioteca como siempre soñé. Me acerqué a las estanterías, leí la contratapa de cada uno de sus libros. Eran muchos. Demasiados. De repente mi vista se detuvo en uno de tapa negra. Tapa dura, negra, persistente. Lo agarré, saboreé su título y autor. Sus hojas estaban algo amarillentas.
-Papá lo puedo llevar para leer en mi viaje, le dije.
-Si Kumiko. Hija, este libro me lo regaló mi madre hace mucho tiempo. Seguro te gustará tanto como a mí – susurró. Al mismo tiempo oí su voz acurrucada en lágrimas.
El tren frenó imprevistamente y de mis manos adormecidas se cayó el libro prestado. “Cumbres borrascosas” era su nombre y la autora Emily Bronte. La protagonista, delgada y larga, ya se había internado en mis vísceras. El vaivén de un vagón gastado y el personaje de Catherine Earnshaw se fundieron en un solo aliento de desesperación y miedo. Las letras atraparon mis ideas, mis pensamientos, mi alma. El viaje no fue tan duro como pensaba. Con el libro de papá todo se me hizo más fácil.
“-¡La señorita ha huído con Heathcliff!- exclamó la muchacha.”
“-No es verdad-profirió Linton , agitadísimo.”
Una voz ronca salió del guarda petiso y gordo para irrumpir en mi lectura avisando que habíamos llegado a destino. Catherine y Heathcliff fueron guardados entre las páginas desteñidas para reaparecer más tarde, cuando el colegio pase a ser su hogar y el mío también.


GRACIELA AMALFI-OCTUBRE 2010

domingo, 17 de octubre de 2010

Kumiko, arribo y dolor. Parte E.




Kumiko, arribo y dolor. Parte E.



Los primeros colores del amanecer golpearon dulcemente mis párpados y me despertaron. El tren había sufrido un leve retraso y estaba arribando a mi destino.
El guarda, un señor bajo, gordo y con un bigote que sobresalía violentamente de su cara, anunció que estábamos llegando al pueblo.
Me acomodé en mi asiento, miré a mis compañeros de viaje, algunos dormían, otros estaban preparando sus maletas para bajar. Imité a estos últimos, me paré, tomé mis cosas y me acerqué a la puerta por la que debía descender. Una brisa alocada entraba por las rendijas del tren, el que no dejaba de pitar anunciando su entrada triunfal como un ejército que regresa de una batalla.
Los vi en el andén, ahí estaban mis padres. Mamá con su pelo rubio recogido y un vestido floreado y un abrigo de lana. Papá con un traje gris, su sombrero y abajo el pelo bien acomodado. Bajé los tres escalones que me separaban del nivel del andén en una carrera rápida. Los abracé. Me abrazaron.
Nos subimos al carruaje del tío Tommy, y partimos a casa. Yo no paraba de hablar y de contarles del colegio, y de Sallie y de “la amargada” y de las clases.
Mamá me miraba y sonreía pero debajo de sus ojos podía ver una tristeza impregnada de dolor y angustia sostenida.
Por fin llegamos a la casa. Pregunté si el abuelo dormía. Me llevaron a su habitación. Junto a él había una mujer vestida de blanco, a la que llamaban “la señora enfermera”. Me acerqué a su cama. El abuelo respiraba con dificultad. Sus ojos estaban cerrados. Tomé su mano izquierda entre las mías y le susurré al oído: “Abuelo, soy Kumiko, acá estoy a tu lado”. El seguía inmóvil.
Mis ojos se llenaron de lágrimas, no me había equivocado al sospechar que las cosas no estaban bien por ahí.
Luego de unos diez minutos se oyó un quejido, el abuelo apretó muy fuerte mi mano, abrió los ojos y con una voz casi imperceptible me dijo: - Niña, mi Kumiko, mi niña pensadora, viniste. Cuidé tu árbol, nuestro árbol. Andá al parque y miralo bien de cerca, está grande, más que vos.

Salí apresurada para ver la semilla hecha árbol, estaba inmenso y con un montón de hojas, algunas amarillentas. Era otoño.
Cuando regresé a la habitación, papá me dijo, con una cara dibujada de tristeza, que el abuelo acababa de morir.

Los días posteriores no fueron nada agradables. Sólo el árbol podía consolarme. Lo sentía parte del abuelo. Yo y el abuelo juntos, creadores de ese árbol, sus únicos dueños.

La casa rebalsaba de soledades, de ausencias, de despedidas.
Me consolaba pensar que había podido ver al abuelo por última vez y que podía estar acompañando a mamá en ese horrible momento.

Pasaba todo el día sentada bajo la sombra del árbol en la silla de paja del abuelo.
Pensaba, pensaba mucho.

Llegó el día de la despedida. El tren pasaba esta vez a las doce en punto. Llegamos a la estación con mucho tiempo. El tren se venía asomando con una luz trémula y callada. El jefe de la estación hizo sonar la campana de despedida de una manera tonta y negligente.
El aire de los pañuelos de mis padres se chocaba con el aire de mi pañuelo mojado y arrugado. Las manos seguían desorientas.
Mi maleta se acomodó igual que yo.
Cerré los ojos. Mi viaje al colegio hizo su aparición. El paisaje a través de la ventanilla era triste y desértico. Mis ojos sólo veían árboles secos. Los pájaros habían escapado a otro cielo.
La mañana golpearía mis pupilas con su luz. El guarda bajo y rechoncho anunciaría con su bigote grueso que se aproximaba la estación de mi colegio.
Mi corazón tenía una fractura irreparable.
Y me decía a mí misma. “Piensa, Kumiko, sigue pensando”.


GRACIELA AMALFI- OCTUBRE 2010.

domingo, 10 de octubre de 2010

Kumiko...yendo a casa. Parte D.




Kumiko…yendo a casa. Parte D.


La carta marchó hacia su destino, la casa de mis padres. Sólo restaba esperar la respuesta, el regreso, la vuelta. Ese entretiempo me incitaba a comerme la uñas, a leer mucho para que las horas corrieran más rápido y a pensar.
Los pensamientos me recorrían por dentro y por fuera, traspasaban mi piel y la penetraban para acomodarse en el lugar que les resultaba más cómodo.
Amaneció el lunes y con él, el día número diecisiete de la salida de mi carta. En cualquier momento tendría noticias, estaba segura.
A la tarde sonó el timbre de la merienda y acompañando a ese sonido rápido y escurridizo apareció “la amargada” con una risa sutil y delgada anunciando a viva voz:

–“Kumiko, prepara tu maleta, mañana te irás a pasar unos días a tu casa”.

Me emocioné y corrí a abrazarla. No podía con mi alegría. Sallie, ya repuesta de su enfermedad, saltaba a mi lado, ella también estaba feliz por la buena nueva.
Esa noche no pude dormir. La mañana no amanecía. La luna ahí en el medio del cielo sin moverse para dar paso al sol. Hubiera querido descolgar una a una a las estrellas y a la luna también, para apurar la mañana.
Mi maleta apenas podía cerrarse, y eso que venía conmigo un bolso de mano, con un par de libros y cosas femeninas que toda muchacha debe llevar en un viaje de veinte horas.
El portero del colegio me llevó a la estación del ferrocarril. A las nueve de la mañana rodaría por las vías del pueblo el distinguido transporte. El humo de la máquina se vería desde lejos, su luz se iría acercando y me enceguecería.
El jefe de la estación hizo sonar la campana de despedida como si fuera el campanario de la catedral más grande del mundo.
Me ubiqué en el único asiento libre que encontré pegado a la ventanilla. Mi maleta ya estaba acomodada, yo también.
El viaje comenzó. El tren, mis pertenencias y yo recorreríamos juntos esas millas que separaban mi casa de ese lugar.
Sonó el pito fulminante y certero. Hubo adioses acompasados con pañuelos arrugados y manos desorientadas.
Yo sonreí, y pensé, imaginé mi llegada. Las vías sentían fatiga por tanto peso deslizado y eran testigos de ilusiones, despedidas y reencuentros.
Apoyada contra la ventanilla miré el espeso paisaje formado por árboles corpulentos, por algunos arbustos pequeños y por los pájaros danzando en medio de esa naturaleza llena de vida. El tren marchaba, seguía marchando sobre los durmientes gastados de soledad y abandono.
Las horas iban pasando, el sol del mediodía se acercaba a su ocaso y mis ojos tenían ganas de cerrarse. En el viaje leí, comí algunos alimentos que me habían preparado en el comedor del colegio, fui dos veces al baño. El sonido de la máquina se había enquistado en mis oídos, pero en lugar de escucharlo como algo repulsivo me sentía atraída por ese sonido que me llevaría a mi paraíso, a mi casa.
La noche llegó, el tren siguió andando y yo me quedé dormida. Las horas caminaban rápido hacia el precipicio de la madrugada. Mi pueblo se estaba acercando a nosotros. Se preparaba al encuentro como un niño desamparado que espera a una madre nueva, como un papel vacío de letras que acaba de llenarse, como una niña de un colegio de niñas que regresa después de dos meses de ausencia…


GRACIELA AMALFI-OCTUBRE DE 2010

domingo, 3 de octubre de 2010

Kumiko...creciendo. Parte C.




KUMIKO…CRECIENDO.
Parte c.


Mis primeros años de vida fueron tranquilos y felices en la casa del abuelo. Me rodeaba el amor de mis padres. Disfrutaba ver asomar el delgado tallo de mi árbol y algunas hojas tímidas apenas sostenidas.
Todo era paz. Una semilla, un parque, un árbol con ganas de crecer.
Ya era tiempo de empezar la escuela. Etapa de cambios. “Kumiko sentía miedo por primera vez. Kumiko quería estar acurrucada entre sus padres y el abuelo”-Así corrían mis pensamientos todo el tiempo.

Ya estaba decidido. Iría al mejor colegio de la región. Colegio de niñas. Ahí pasaría mis semanas. El primer domingo de cada mes a la tarde me llevaría mi padre y regresaría a casa el último viernes de cada mes.

A la tarde, siempre a la tarde. “Tarde que a Kumiko se le haría corta”.

En el colegio conocí a un montón de chicas. A ellas les resultaba extraño mi nombre, pero "ya se acostumbrarán" pensaba yo todos los días al despertar. Mis amigas se llamaban: Sallie, Milly y Eleanor.




Octubre 2, de 1939
Carta nº 16.

Papis, ya llevo tres años en este colegio. He aprendido cosas muy interesantes aquí. Mi mejor amiga Sallie hoy está enferma, vino el médico a verla. Dijo que tiene una bronconeumonía, por lo que la envió a su casa. No me alegro por lo que le pasa a Sallie , pero qué bueno esto de poder irse a su casa. Uf, cómo los extraño. ¿Cuándo arreglan el carruaje de papá? Hace dos meses que no los veo. Me preocupa la última carta recibida en la que me dicen que el abuelo no se siente bien. No fueron muy claros en la explicación. Preferiría que me detallen mejor cómo van las cosas por allá o al menos que me autoricen para poder ir a casa en el tren que pasa por acá los martes. Tengo ganas de verlos. Sé que el tren tarda casi un día en llegar, pero podría tener algunas faltas en el colegio, como saben mis notas son casi brillantes. No me parece bueno este silencio. Creo que algo no anda muy bien por la casa.
Cuiden mi arbolito, ya debe estar hecho todo un caballero.
Espero obtener una respuesta rápida. Papá si no podés venir a buscarme al menos mandá una autorización para que me vaya en el tren. Yo hablo con la rectora del colegio y le explico todo, sé que me entenderá. A pesar de su cara insulsa y su gesto irónico sostenido durante todo el día. Quisiera saber cómo habrá sido su infancia para que sea tan amargada esta mujer.
El viernes en el comedor a una de las chicas se le dio por silbar y “la amargada” (nombre que usaré de ahora en adelante para nombrarla) no tuvo mejor idea que dejarnos sin postre. Y justo ese día había manzanas al horno, mi preferido. No sé qué habrán hecho con tantas raciones sin utilizar,supongo que se las habrán dado a los chicos del orfanato de la otra cuadra, bueno si fue así no está nada mal.
Hoy tuvimos una prueba de álgebra, mañana una de historia medieval y el jueves no sé qué filósofo nos viene a dar una clase. No me acuerdo su nombre pero seguro que el abuelo leyó algo de él.
Me apuro en terminar esta carta así la retiran hoy del colegio y en unos días la tienen con ustedes.
Ahora mis libros son mi compañía. Sallie no está. Ustedes y el abuelo tampoco.
Mi árbol con su tallo largo y hojas abundantes ocupa mis pensamientos. Lo imagino en medio del parque. El más joven de todos, el más esbelto.
Los quiero ver pronto, rápido, enseguida.
Con todo mi amor.

Kumiko.

Cerré el sobre, mis párpados se apretaron bien fuerte contra mis ojos y entre doce lágrimas caídas elegí la más chiquita y salada para que se quedara conmigo en medio de tanta soledad.

GRACIELA AMALFI- SEPTIEMBRE 2010.

Apegos feroces, de Vivian Gornick